Cristo regresó a la región de Decápolis (Marcos 7:31) donde los endemoniados de Gadara habían sido sanados. Allí se produjo la segunda multiplicación de panes y peces. En ese lugar, la gente alarmada por la destrucción de los cerdos, había obligado a Jesús a apartarse de entre ella. Pero había escuchado a los endemoniados que él dejara atrás, y se había despertado el deseo de verle.
Cuando Jesús volvió a esa región, se reunió una muchedumbre en derredor de él y le trajeron a un hombre sordo y tartamudo. Jesús no sanó a ese hombre como era su costumbre por una sola palabra. Apartándole de la muchedumbre, puso sus dedos en sus oídos y tocó su lengua; mirando al cielo, suspiró al pensar en los oídos que no querían abrirse a la verdad, en las lenguas que se negaban a reconocer al Redentor. A la orden: “Sé abierto”, le fue devuelta al hombre la facultad de hablar y violando la recomendación de no contarlo a nadie, publicó por todas partes el relato de su curación.
Pan en el desierto
Jesús subió a una montaña y allí la muchedumbre acudió a él trayendo a sus enfermos y cojos y poniéndolos a sus pies. El los sanaba a todos y la gente, pagana como era, glorificaba al Dios de Israel. Durante tres días este gentío continuó rodeando al Salvador, durmiendo de noche al aire libre y de día agolpándose ávidamente para oír las palabras de Cristo y ver sus obras. Al fin de los tres días, se habían agotado sus provisiones. Jesús no quería despedir a la gente hambrienta e invitó a sus discípulos a que le diesen alimentos. Otra vez los discípulos manifestaron su incredulidad. En Betsaida habían visto cómo con la bendición de Cristo, su pequeña provisión alcanzó para alimentar a la muchedumbre; sin embargo, no trajeron ahora todo lo que tenían ni confiaron en su poder de multiplicarlo en favor de las muchedumbres hambrientas.
Además, los que Jesús había alimentado en Betsaida eran judíos; estos eran gentiles y paganos. El prejuicio judío era todavía fuerte en el corazón de los discípulos, y respondieron a Jesús: “¿De dónde podrá alguien hartar a éstos de pan aquí en el desierto?” Pero, obedientes a su palabra, le trajeron lo que tenían: siete panes y dos peces. La muchedumbre fue alimentada, y sobraron siete grandes cestos de fragmentos. Cuatro mil hombres, además de las mujeres y los niños, repararon así sus fuerzas, y Jesús los despidió llenos de alegría y gratitud.
Luego, tomando un bote con sus discípulos, cruzó el lago hasta Magdala, en el extremo sur de la llanura de Genesaret. En la región de Tiro y Sidón, su ánimo había quedado confortado por la implícita confianza de la mujer siro-fenicia. Los paganos de Decápolis le habían recibido con alegría. Ahora al desembarcar otra vez en Galilea, donde su poder se había manifestado de la manera más sorprendente, donde había efectuado la mayor parte de sus obras de misericordia y había difundido su enseñanza, fue recibido con incredulidad despectiva.
Una señal del cielo
Los fariseos y saduceos vinieron a Cristo, pidiendo una señal del cielo. Cuando, en los días de Josué, Israel salió a pelear con los cananeos en Beth-orón, el sol se detuvo a la orden del caudillo hasta que se logró la victoria. Y muchos prodigios similares se habían manifestado en la historia de Israel. Exigieron a Jesús alguna señal parecida. Pero estas señales no eran lo que los judíos necesitaban. Ninguna simple evidencia externa podía beneficiarlos. Lo que necesitaban no era ilustración intelectual, sino renovación espiritual.
“Hipócritas—dijo Jesús, —que sabéis hacer diferencia en la faz del cielo”—pues estudiando el cielo podían predecir el tiempo;—“¿y en las señales de los tiempos no podéis?” Las palabras que Cristo pronunciaba con el poder del Espíritu Santo que los convencía de pecado eran la señal que Dios había dado para su salvación. Y habían sido dadas señales directas del cielo para atestiguar la misión de Cristo. El canto de los ángeles a los pastores, la estrella que guió a los magos, la paloma y la voz del cielo en ocasión de su bautismo, eran testimonios en su favor.
“Y gimiendo en su espíritu, dice: ¿Por qué pide señal esta generación?” “Mas señal no le será dada, sino la señal de Jonás profeta”. Como Jonás había estado tres días y tres noches en el vientre de la ballena, Cristo había de pasar el mismo tiempo “en el corazón de la tierra”. Y como la predicación de Jonás era una señal para los habitantes de Nínive, la predicación de Cristo era una señal para su generación. Pero ¡qué contraste en la manera de recibir la palabra! Los habitantes de la gran ciudad pagana temblaron al oír la amonestación de Dios. Reyes y nobles se humillaron; encumbrados y humildes juntos clamaron al Dios del cielo, y su misericordia les fue concedida. “Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación—había dicho Cristo, —y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; y he aquí más que Jonás en este lugar”— Mateo 12:40, 41.
La verdadera evidencia
Cada milagro que Cristo realizaba era una señal de su divinidad. Él estaba haciendo la obra que había sido predicha acerca del Mesías, pero para los fariseos estas obras de misericordia eran una ofensa positiva. Los dirigentes judíos miraban con despiadada indiferencia el sufrimiento humano. En muchos casos, su egoísmo y opresión habían causado la aflicción que Cristo aliviaba. Así que sus milagros les eran un reproche. Lo que indujo a los judíos a rechazar la obra del Salvador era la más alta evidencia de su carácter divino. El mayor significado de sus milagros se ve en el hecho de que eran para bendición de la humanidad.
La más alta evidencia de que él provenía de Dios estriba en que su vida revelaba el carácter de Dios. Hacía las obras y pronunciaba las palabras de Dios. Una vida tal es el mayor de todos los milagros. Cuando se presenta el mensaje de verdad en nuestra época, son muchos los que, como los judíos, claman: Muéstrenos una señal. Realice un milagro. Cristo no ejecutó milagro a pedido de los fariseos. No hizo milagro en el desierto en respuesta a las insinuaciones de Satanás. No nos imparte poder para justificarnos a nosotros mismos o satisfacer las demandas de la incredulidad y el orgullo. Pero el Evangelio no queda sin una señal de su origen divino.
Los que deseaban obtener una señal de Jesús habían endurecido de tal manera su corazón en la incredulidad que no discernían en el carácter de él la semejanza de Dios. No querían ver que su misión cumplía las Escrituras. En la parábola del rico y Lázaro, Jesús dijo a los fariseos: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los muertos”— Lucas 16:31. Ninguna señal que se pudiese dar en el cielo o en la tierra los habría de beneficiar.
La levadura de los fariseos
Jesús, “gimiendo en su espíritu,” y apartándose del grupo de caviladores, volvió al barco con sus discípulos. En silencio pesaroso, cruzaron de nuevo el lago. No regresaron, sin embargo, al lugar que dejaron, sino que se dirigieron hacia Betsaida, cerca de donde se habían alimentados los cinco mil. Al llegar a la orilla más alejada, Jesús dijo: “Mirad, y guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos.” Desde los tiempos de Moisés, los judíos habían tenido por costumbre apartar de sus casas toda levadura en ocasión de la Pascua, y así se les había enseñado a considerarla como una figura del pecado. Sin embargo, los discípulos no comprendieron a Jesús. En su repentina partida de Magdala, se habían olvidado de llevar pan, y tenían sólo un pan consigo. Creyeron que Cristo se refería a esta circunstancia y les recomendaba no comprar pan a un fariseo o a un saduceo.
Con frecuencia su falta de fe y de percepción espiritual les había hecho comprender así erróneamente sus palabras. En esa ocasión, Jesús los reprendió por pensar que el que había alimentado a miles de personas con algunos peces y panes de cebada, pudiese referirse en esta solemne amonestación simplemente al alimento temporal. Había peligro de que el astuto raciocinio de los fariseos y saduceos sumiese a sus discípulos en la incredulidad y les hiciese considerar livianamente las obras de Cristo.
Los discípulos se inclinaban a pensar que su Maestro debiera haber otorgado una señal en los cielos cuando se la habían pedido. Creían que él era perfectamente capaz de realizarla, y que una señal tal habría acallado a sus enemigos. No discernían la hipocresía de esos caviladores. Meses más tarde, “juntándose muchas gentes, tanto que unos a otros se hollaban,” Jesús repitió la misma enseñanza. “Comenzó a decir a sus discípulos, primeramente: Guardaos de la levadura de los fariseos, que es hipocresía”— Lucas 12:1.
El engaño del egoísmo
La levadura puesta en la harina obra imperceptiblemente y cambia toda la masa de modo que comparta su propia naturaleza. Así también, si se la tolera en el corazón, la hipocresía impregna el carácter y la vida. La hipocresía de los fariseos era resultado de su egoísmo. La glorificación propia era el objeto de su vida. Esto era lo que los inducía a pervertir y aplicar mal las Escrituras, y los cegaba en cuanto al propósito de la misión de Cristo. Aun los discípulos de Cristo estaban en peligro de albergar este mal sutil. Los que decían seguir a Cristo, pero no lo habían dejado todo para ser sus discípulos, sentían profundamente la influencia del raciocinio de los fariseos. Con frecuencia vacilaban entre la fe y la incredulidad, y no discernían los tesoros de sabiduría escondidos en Cristo.
Los mismos discípulos, aunque exteriormente lo habían abandonado todo por amor a Jesús, no habían cesado en su corazón de desear grandes cosas para sí. Este espíritu era lo que motivaba la disputa acerca de quién sería el mayor. Era lo que se interponía entre ellos y Cristo, haciéndolos tan apáticos hacia su misión de sacrificio propio, tan lentos para comprender el misterio de la redención. Así como la levadura, si se la deja completar su obra, ocasionará corrupción y descomposición, el espíritu egoísta, si se lo alberga, produce la contaminación y la ruina del alma.
¡Cuán difundido está, hoy como antaño, este pecado sutil y engañoso entre los seguidores de nuestro Señor! ¡Cuán a menudo nuestro servicio por Cristo y nuestra comunión entre unos y otros quedan manchados por el secreto deseo de ensalzar al yo! Es el amor al yo, el deseo de un camino más fácil que el señalado por Dios, lo que induce a substituir los preceptos divinos por las teorías y tradiciones humanas. A sus propios discípulos se dirigen las palabras amonestadoras de Cristo: “Mirad, y guardaos de la levadura de los fariseos”.