En viaje a Galilea, Jesús pasó por Samaria. Era ya mediodía cuando llegó al hermoso valle de Siquem. A la entrada de dicho valle, se hallaba el pozo de Jacob donde tuvo el encuentro con la mujer samaritana. Cansado de viajar, se sentó allí para descansar, mientras sus discípulos iban a comprar provisiones. Jesús se sentía débil por el hambre y la sed. El viaje hecho desde la mañana había sido largo, y su sed era intensificada por la evocación del agua fresca que estaba tan cerca, aunque inaccesible para él; porque no tenía cuerda ni cántaro, y el pozo era hondo.
El encuentro con la mujer samaritana
Se acercó entonces la mujer samaritana, y sin prestar atención a su presencia llenó su cántaro de agua. Cuando estaba por irse Jesús le pidió que le diese de beber. El odio que reinaba entre los judíos y los samaritanos impidió a la mujer ofrecer un favor a Jesús, pero el Salvador estaba tratando de hallar la llave de su corazón, y con el tacto nacido del amor divino, él no ofreció un favor, sino que lo pidió. El ofrecimiento de un favor podría haber sido rechazado; pero la confianza despierta confianza.
Los judíos y los samaritanos eran acérrimos enemigos, y en cuanto les era posible, evitaban todo trato unos con otros. Los rabinos tenían por lícito el negociar con los samaritanos en caso de necesidad; pero condenaban todo trato social con ellos. Un judío no debía pedir nada prestado a un samaritano, ni aun un bocado de pan o un vaso de agua. El pedir un favor a los samaritanos o el tratar de beneficiarlos en alguna manera, no podía cruzar siquiera por la mente de los discípulos de Cristo.
La mujer se dio cuenta de que Jesús era judío. En su sorpresa, se olvidó de concederle lo pedido, e indagó así la razón de tal petición: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” Jesús contestó: “Si conocieses el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber: tú pedirías de él, y él te daría agua viva”. La mujer no había comprendido las palabras de Cristo, pero sintió su solemne significado. Empezó a cambiar su actitud despreocupada.
El agua viva
Suponiendo que Jesús hablaba del pozo que estaba delante de ellos, dijo: “Señor, no tienes con qué sacarla y el pozo es hondo: ¿de dónde, pues, tienes el agua viva? ¿Eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual él bebió?” Ella no veía delante de sí más que un sediento viajero, cansado y cubierto de polvo. Lo comparó mentalmente con el honrado patriarca Jacob. El Mesías mismo, estaba a su lado, y ella no lo conocía. ¡Cuántas almas sedientas están hoy al lado de la fuente del agua viva, y, sin embargo, buscan muy lejos los manantiales de la vida!
Jesús no contestó inmediatamente la pregunta respecto de sí mismo, sino que con solemne seriedad dijo: “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; más el que bebiere del agua que yo le daré, para siempre no tendrá sed: más el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. El que trate de aplacar su sed en las fuentes de este mundo, bebe tan sólo para tener sed otra vez. Por todas partes, hay hombres que no están satisfechos. Anhelan algo que supla la necesidad del alma. Un solo Ser puede satisfacer esta necesidad. Lo que el mundo necesita, “el Deseado de todas las gentes,” es Cristo. La gracia divina, que él solo puede impartir, es como agua viva que purifica, refrigera y vigoriza al alma.
Jesús no quiso dar a entender que un solo sorbo del agua de vida bastaba para el que la recibiera. El que prueba el amor de Cristo, lo deseará en mayor medida de continuo; pero no buscará otra cosa. Las riquezas, los honores y los placeres del mundo, no le atraen más. El constante clamor de su corazón es: “Más de ti”. Y el que revela al alma su necesidad, aguarda para satisfacer su hambre y sed. Todo recurso en que confíen los seres humanos fracasará. Las cisternas se vaciarán, los estanques se secarán; pero nuestro Redentor es el manantial inagotable. Podemos beber y volver a beber, y siempre hallar una provisión de agua fresca. Aquel en quien Cristo mora, tiene en sí la fuente de bendición, “una fuente de agua que salte para vida eterna”. De este manantial puede sacar fuerza y gracia suficientes para todas sus necesidades.
El trato con el pecado
Mientras Jesús hablaba del agua viva, la mujer samaritana lo miró con atención maravillada. Había despertado su interés, y un deseo del don del cual hablaba. Se percató de que no se refería al agua del pozo de Jacob; porque de esta bebía de continuo y volvía a tener sed. “Señor—dijo, —dame esta agua, para que no tenga sed, ni venga acá a sacarla”. Jesús desvió entonces bruscamente la conversación. Antes que esa alma pudiese recibir el don que él anhelaba concederle, debía ser inducida a reconocer su pecado y su Salvador. “Jesús le dice: Ve, llama a tu marido, y ven acá”. Ella contestó: “No tengo marido”. Esperaba así evitar toda pregunta en ese sentido. Pero el Salvador continuó: “Bien has dicho, No tengo marido; porque cinco maridos has tenido: y el que ahora tienes no es tu marido; esto has dicho con verdad”.
La interlocutora de Jesús tembló. Una mano misteriosa estaba hojeando las páginas de la historia de su vida, sacando a luz lo que ella había esperado mantener para siempre oculto. ¿Quién era este que podía leer los secretos de su vida? Se puso a pensar en la eternidad, en el juicio futuro, en el cual todo lo que es ahora oculto será revelado. En su luz, su conciencia despertó. No podía negar nada; pero trató de eludir toda mención de un tema tan ingrato. Con profunda reverencia, dijo: “Señor, paréceme que tú eres profeta”. Luego, esperando acallar la convicción, mencionó puntos de controversia religiosa. Si él era profeta, seguramente podría instruirla acerca de estos asuntos en disputa desde hacía tanto tiempo.
Con paciencia Jesús le permitió llevar la conversación adonde ella quiso. Mientras tanto, aguardaba la oportunidad de volver a hacer penetrar la verdad en su corazón. “Nuestros padres adoraron en este monte—dijo ella, —y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde es necesario adorar”. A la vista estaba el monte Gerizim. Su templo estaba derribado y sólo quedaba el altar.
Derribando prejuicios
El lugar del culto había sido tema de discusión entre judíos y samaritanos. Cuando el templo de Jerusalén fue reconstruido en los días de Esdras, los samaritanos quisieron contribuir, pero este privilegio les fue negado y esto suscitó una amarga animosidad entre los dos pueblos. Los samaritanos edificaron un templo rival sobre el monte Gerizim. Allí adoraban de acuerdo con el ritual mosaico, aunque no renunciaron completamente a la idolatría. Pero los azotaron desastres, su templo fue destruido por sus enemigos, y parecían hallarse bajo una maldición; a pesar de lo cual se aferraron todavía a sus tradiciones y a sus formas de culto. No querían reconocer el templo de Jerusalén como casa de Dios, ni admitían que la religión de los judíos fuese superior a la suya.
En respuesta a lo que mencionara la mujer samaritana, Jesús dijo: “Mujer, créeme, que la hora viene, cuando ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos: porque la salud viene de los judíos”. Jesús había demostrado que él no participaba de los prejuicios judíos contra los samaritanos. Ahora se esforzó en destruir el prejuicio de esa samaritana contra los judíos. Él deseaba elevar los pensamientos de su oyente por encima de cuanto se refería a formas, ceremonias y cuestiones controvertidas. “La hora viene—dijo él, —y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”.
Aquí se declara la misma verdad que Jesús había revelado a Nicodemo cuando dijo: “A menos que el hombre naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios”. Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A fin de servirle debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus requerimientos. Tal es el verdadero culto.
Venid y ved
Mientras la mujer hablaba con Jesús, le impresionaron sus palabras. Nunca había oído expresar tales sentimientos por los sacerdotes de su pueblo o de los judíos. Al serle revelada su vida pasada, había llegado a sentir su gran necesidad. Comprendió la sed de su alma, que las aguas del pozo de Sicar no podrían nunca satisfacer. Nada de todo lo que había conocido antes, le había hecho sentir así su gran necesidad. Jesús la había convencido de que leía los secretos de su vida; sin embargo, se daba cuenta de que era un amigo que la compadecía y la amaba. Aunque la misma pureza de su presencia condenaba el pecado de ella, no había pronunciado acusación alguna, sino que le había hablado de su gracia, que podía renovar el alma.
La mujer samaritana se había llenado de gozo al escuchar las palabras de Cristo. La revelación admirable era casi abrumadora. Dejando su cántaro, volvió a la ciudad para llevar el mensaje a otros. Jesús sabía por qué se había ido. El hecho de haber dejado su cántaro hablaba inequívocamente del efecto de sus palabras. Su alma deseaba vehementemente obtener el agua viva y se olvidó de lo que la había traído al pozo, se olvidó hasta de la sed del Salvador, que se proponía aplacar. Con corazón rebosante de alegría, se apresuró a impartir a otros la preciosa luz que había recibido.
“Venid, ved un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿si quizás es éste el Cristo?”—dijo a los hombres de la ciudad. Sus palabras conmovieron los corazones. Había en su rostro una nueva expresión, un cambio en todo su aspecto. Se interesaron por ver a Jesús. “Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él”.
El llamado a una nueva vida
El Salvador continúa realizando hoy la misma obra que cuando ofreció el agua de vida a la mujer samaritana. Los que se llaman sus discípulos pueden despreciar y rehuir a los parias; pero el amor de él hacia los hombres no se deja desviar por ninguna circunstancia de nacimiento, nacionalidad, o condición de vida. A toda alma, por pecaminosa que sea, Jesús dice: Si me pidieras, yo te daría el agua de la vida.
No debemos estrechar la invitación del Evangelio y presentarla solamente a unos pocos elegidos, que, suponemos nosotros, nos honrarán aceptándola. El mensaje ha de proclamarse a todos. Doquiera haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está listo para instruirlos. Él les revela al Padre y la adoración que es aceptable para Aquel que lee el corazón. Para los tales no usa parábolas. A ellos, como a la mujer samaritana al lado del pozo, dice: “Yo soy, que hablo contigo”.