También te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia

Jesús y sus discípulos, incluido Pedro, habían llegado a uno de los pueblos que rodeaban a Cesarea de Filipos. Estaban fuera de los límites de Galilea, en una región donde prevalecía la idolatría. Allí iba a hablarles de los sufrimientos que le aguardaban, pero primero se apartó y rogó a Dios que sus corazones se prepararan para recibir sus palabras. Al reunirlos, no les comunicó en seguida lo que deseaba impartirles. Antes de hacerlo, les dio una oportunidad de confesar su fe en él para que pudiesen ser fortalecidos para la prueba venidera. Preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”

Con tristeza, los discípulos se vieron obligados a confesar que Israel no había sabido reconocer a su Mesías. En verdad, al ver sus milagros, algunos le habían declarado Hijo de David. Las multitudes alimentadas en Betsaida habían deseado proclamarle rey de Israel. Muchos estaban listos para aceptarle como profeta; pero no creían que fuese el Mesías. Jesús hizo entonces una segunda pregunta relacionada con los discípulos mismos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”— Mateo 16:16.

Desde el principio, Pedro había creído que Jesús era el Mesías. Muchos otros convencidos por la predicación de Juan el Bautista y que aceptaron a Cristo, empezaron a dudar en cuanto a la misión de Juan cuando fue encarcelado y ejecutado; y ahora dudaban que Jesús fuese el Mesías a quien habían esperado tanto tiempo. Pero Pedro y sus compañeros no se desviaron de su fidelidad. El curso vacilante de aquellos que ayer le alababan y hoy le condenaban no destruyó la fe del verdadero seguidor del Salvador. Pedro no esperó que los honores coronasen a su Señor, sino que le aceptó en su humillación.

Tú eres Pedro, y sobre esta piedra…

Pedro había expresado la fe de los doce. Sin embargo, los discípulos distaban mucho de comprender la misión de Cristo. La oposición y las mentiras de los sacerdotes y gobernantes, aun cuando no podían apartarlos de Cristo, les causaban gran perplejidad. Ellos no veían claramente el camino. La influencia de su primera educación, la enseñanza de los rabinos, el poder de la tradición, seguían interceptando su visión de la verdad. Pero en ese día, antes de ponerse frente a frente con la gran prueba de su fe, el Espíritu Santo descansó sobre ellos con poder. Jesús contestó a Pedro: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, mas mi Padre que está en los cielos”.

La verdad que Pedro había confesado es el fundamento de la fe del creyente. Es lo que Cristo mismo ha declarado ser vida eterna. Pero la posesión de este conocimiento no era motivo de engreimiento. No era por ninguna sabiduría o bondad propia de Pedro por lo que se le reveló esa verdad. Nunca puede la humanidad de por sí alcanzar un conocimiento de lo divino. “Es más alto que los cielos: ¿qué harás? Es más profundo que el infierno: ¿cómo lo conocerás?”— Job 11:8. Únicamente el espíritu de adopción puede revelarnos las cosas profundas de Dios, que “ojo no vio, ni oído oyó, y que jamás entraron en pensamiento humano”— 1 Corintios 2:9, 10.

Jesús continuó: “Mas yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. La palabra Pedro significa piedra, canto rodado. Pedro no era la roca sobre la cual se fundaría la iglesia. Las puertas del infierno prevalecieron contra él cuando negó a su Señor con imprecaciones y juramentos. La iglesia se edificó sobre Aquel contra quien las puertas del infierno no podían prevalecer.

La piedra viva

Siglos antes del advenimiento del Salvador, Moisés había señalado la roca de la salvación de Israel. El salmista había cantado acerca de “la roca de mi fortaleza”. Isaías había escrito: “Por tanto, el Señor Jehová dice así: He aquí que yo fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza, de esquina, de precio, de cimiento estable”— Deuteronomio 32:4; Salmos 62:7; Isaías 28:16. Pedro mismo, escribiendo por inspiración, aplica esta profecía a Jesús. Dice: “Si habéis gustado y probado que es bueno el Señor. Allegándoos a él, como a piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, mas para con Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un templo espiritual”— 1 Pedro 2:3-5.

“Sobre esta piedra—dijo Jesús,— edificaré mi iglesia”. En la presencia de Dios y de todos los seres celestiales, en la presencia del invisible ejército del infierno, Cristo fundó su iglesia sobre la Roca viva. Esa Roca es él mismo—su propio cuerpo quebrantado y herido por nosotros. Contra la iglesia edificada sobre ese fundamento, no prevalecerán las puertas del infierno.

Cuán débil parecía la iglesia cuando Cristo pronunció estas palabras. Se componía apenas de un puñado de creyentes contra quienes se dirigía todo el poder de los demonios y de los hombres malos; sin embargo, los discípulos de Cristo no debían temer. Edificados sobre la Roca de su fortaleza, serían derribados. Pedro había expresado la verdad que es el fundamento de la fe de la iglesia, y Jesús le honró como representante de todo el cuerpo de los creyentes. Dijo: “A ti daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ligares en la tierra será ligado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”.

La obra del Evangelio

“Las llaves del reino de los cielos” son las palabras de Cristo. Todas las palabras de la Santa Escritura son suyas y están incluidas en esa frase. Esas palabras tienen poder para abrir y cerrar el cielo. Declaran las condiciones bajo las cuales los hombres son recibidos o rechazados. Así la obra de aquellos que predican la Palabra de Dios tiene sabor de vida para vida o de muerte para muerte. La suya es una misión cargada de resultados eternos.

El Salvador no confió la obra del Evangelio a Pedro individualmente. En una ocasión ulterior, repitiendo las palabras dichas a Pedro, las aplicó directamente a la iglesia. Y lo mismo se dijo en sustancia también a los doce como representantes del cuerpo de creyentes. Si Jesús hubiese delegado en uno de los discípulos alguna autoridad especial sobre los demás, no los encontraríamos contendiendo con tanta frecuencia acerca de quién sería el mayor. Se habrían sometido al deseo de su Maestro y habrían honrado a aquel a quien él hubiese elegido.

En vez de nombrar a uno como su cabeza, Cristo dijo de los discípulos: “No queráis ser llamados Rabbí;” “ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo”— Mateo 23:8, 10. “Cristo es la cabeza de todo varón”. Dios, quien puso todas las cosas bajo los pies del Salvador, “diolo por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las cosas en todos”—1 Corintios 11:3; Efesios 1:22, 23. La iglesia está edificada sobre Cristo como su fundamento; ha de obedecer a Cristo como su cabeza.

No podemos depender de ningún ser finito para ser guiados.

La Roca de la fe es la presencia viva de Cristo en la iglesia. De ella puede depender el más débil, y los que se creen los más fuertes resultarán los más débiles, a menos que hagan de Cristo su eficiencia. “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo”. El Señor “es la Roca, cuya obra es perfecta”. “Bienaventurados todos los que en él confían”— Jeremías 17:5; Deuteronomio 32:4; Salmos 2:12.

Después de la confesión de Pedro, Jesús encargó a los discípulos que a nadie dijeran que él era el Cristo. Este encargo se hizo por causa de la resuelta oposición de los escribas y fariseos. Aun más, la gente y los discípulos mismos tenían un concepto tan falso del Mesías, que el anunciar públicamente su venida no les daría una verdadera idea de su carácter o de su obra. Pero día tras día, se estaba revelando a ellos como el Salvador, y así deseaba darles un verdadero concepto de sí como el Mesías.

Los discípulos seguían esperando que Cristo reinase como príncipe temporal. Creían que, si bien les había ocultado durante tanto tiempo su designio, no permanecería siempre en la pobreza y oscuridad; que debía estar acercándose el tiempo en que establecería su reino. Nunca creyeron los discípulos que los sacerdotes y rabinos no iban a cejar en su odio, que Cristo sería rechazado por su propia nación, condenado como impostor y crucificado como malhechor. Pero la hora del poder de las tinieblas se acercaba y Jesús debía explicar a sus discípulos el conflicto que les esperaba.

Quítate de delante de mí, Satanás

Ahora había llegado el momento de apartar el velo que ocultaba el futuro. “Desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le convenía ir a Jerusalén, y padecer mucho de los ancianos, y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas, y morir, y resucitar al tercer día”. Los discípulos escuchaban mudos de tristeza y asombro. Pedro no pudo guardar silencio. Se asió de su Maestro como para apartarlo de su suerte inminente, exclamando: “Señor, ten compasión de ti: en ninguna manera esto te acontezca”.

Pedro amaba a su Señor; pero Jesús no le elogió por manifestar así el deseo de escudarle del sufrimiento. Las palabras de Pedro no eran de naturaleza que fuesen de ayuda y solaz para Jesús en la gran prueba que le esperaba. No estaban en armonía con el misericordioso propósito de Dios hacia un mundo perdido. Pedro no deseaba ver la cruz en la obra de Cristo. La impresión que sus palabras hacían se oponía directamente a la que Jesús deseaba producir en la mente de sus seguidores, y el Salvador pronunció una de las más severas reprensiones que jamás salieran de sus labios: “Quítate de delante de mí, Satanás; me eres escándalo; porque no entiendes lo que es de Dios sino lo que es de los hombres”.

Satanás estaba tratando de desalentar a Jesús y apartarle de su misión; y Pedro, en su amor ciego, estaba dando voz a la tentación. El príncipe del mal era el autor del pensamiento. Su instigación estaba detrás de aquella súplica impulsiva. En el desierto, Satanás había ofrecido a Cristo el dominio del mundo a condición de que abandonase la senda de la humillación y del sacrificio. Ahora estaba presentando la misma tentación al discípulo de Cristo. Estaba tratando de fijar la mirada de Pedro en la gloria terrenal, a fin de que no contemplase la cruz hacia la cual Jesús deseaba dirigir sus ojos.

Si alguno quiere venir en pos de mí

Por medio de Pedro, Satanás volvía a apremiar a Jesús con la tentación. Pero el Salvador no le hizo caso; pensaba en su discípulo. Satanás se interpuso entre Pedro y su Maestro, a fin de que el corazón del discípulo no se conmoviera por la visión de la humillación de Cristo en su favor. Las palabras de Cristo se pronunciaron, no a Pedro, sino a aquel que estaba tratando de separarle de su Redentor. “Quítate de delante de mí, Satanás”. No te interpongas más entre mí y mi siervo errante. Déjame llegar cara a cara con Pedro para que pueda revelarle el misterio de mi amor.

Fue una amarga lección para Pedro, una lección que aprendió lentamente, la de que la senda de Cristo en la tierra pasaba por la agonía y la humillación. El discípulo rehuía la comunión con su Señor en el sufrimiento; pero en el calor del horno, había de conocer su bendición. Mucho tiempo más tarde, cuando su cuerpo activo se inclinaba bajo el peso de los años y las labores, escribió: “Carísimos, no os maravilléis cuando sois examinados por fuego, lo cual se hace para vuestra prueba, como si alguna cosa peregrina os aconteciese; antes bien gozaos en que sois participantes de las aflicciones de Cristo; para que también en la revelación de su gloria os gocéis en triunfo”— 1 Pedro 4:12, 13.

Jesús explicó entonces a sus discípulos que su propia vida de abnegación era un ejemplo de lo que debía ser la de ellos. Dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz cada día, y sígame”.  El amor hacia las almas por las cuales Cristo murió significa crucificar al yo. El que es hijo de Dios debe desde entonces considerarse como eslabón de la cadena arrojada para salvar al mundo. Es uno con Cristo en su plan de misericordia y sale con él a buscar y salvar a los perdidos. El cristiano ha de comprender siempre que se ha consagrado a Dios y que en su carácter ha de revelar a Cristo al mundo. 

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