Jesús sana a un ciego de nacimiento, explicación

ciego

“A su paso, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento.  Y sus discípulos le preguntaron: —Rabí, para que este hombre haya nacido ciego, ¿quién pecó, él o sus padres?  —Ni él pecó, ni sus padres —respondió Jesús—, sino que esto sucedió para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida. Mientras sea de día, tenemos que llevar a cabo la obra del que me envió. Viene la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras esté yo en el mundo, luz soy del mundo. Dicho esto, escupió en el suelo, hizo barro con la saliva y se lo untó en los ojos al ciego, diciéndole: —Ve y lávate en el estanque de Siloé (que significa: Enviado). El ciego fue y se lavó, y al volver ya veía”—Juan 9:1-7.

Entre los judíos, se creía generalmente que el pecado era castigado en esta vida. Se consideraba que cada aflicción castigaba a la persona que la sufría o a sus padres por alguna falta cometida. Es verdad que todo sufrimiento resulta de la transgresión de la ley de Dios, pero alguien había falseado esta verdad. Satanás, el autor del pecado y de todos sus resultados, había inducido a los hombres a considerar la enfermedad y la muerte como procedentes de Dios, como un castigo arbitrariamente infligido por causa del pecado.

La misericordia de Dios al dar vista al ciego

La historia de Job mostró que Satanás inflige el sufrimiento, pero Dios predomina sobre él con fines de misericordia. Pero Israel no entendía la lección. Al rechazar a Cristo, los judíos repetían el mismo error por el cual Dios había reprobado a los amigos de Job.  Los discípulos compartían la creencia de los judíos concerniente a la relación del pecado y el sufrimiento. Al corregir Jesús el error, no explicó la causa de la aflicción del hombre, sino que les dijo cuál sería el resultado. Por causa de ello se manifestarían las obras de Dios. “Entre tanto que estuviere en el mundo—dijo él,—luz soy del mundo”. Entonces, habiendo untado los ojos del ciego, lo envió a lavarse en el estanque de Siloé, y el hombre recibió la vista.

Así Jesús contestó la pregunta de los discípulos de una manera práctica, como respondía él generalmente a las preguntas que se le dirigían nacidas de la curiosidad. Los discípulos no estaban llamados a discutir la cuestión de quién había pecado o no, sino a entender el poder y la misericordia de Dios al dar vista al ciego. Se veía claramente que el lodo o el estanque adonde enviaron al ciego a lavarse no tenían virtud sanadora, sino que la virtud estaba en Cristo.

Los fariseos no podían menos que quedar atónitos por esta curación. Sin embargo, se llenaron más que nunca de odio; porque el milagro se hizo en sábado. Los vecinos del joven y los que le habían conocido ciego dijeron: “¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?” Le miraban con duda pues sus ojos estaban abiertos, su semblante cambiado y alegre, y parecía ser otro hombre. La pregunta pasaba de uno a otro. Algunos decían: “Este es”; otros: “A él se parece”. Pero el que había recibido la gran bendición decidió la cuestión diciendo: “Yo soy”. Entonces les habló de Jesús y de la manera en que lo sanó, y ellos le preguntaron: “¿Dónde está él?” Él dijo: No sé”. Entonces le llevaron ante el concilio de los fariseos. Nuevamente se le preguntó al hombre cómo había recibido la vista.

¿Tú, qué dices del que te abrió los ojos?

“Y él les dijo: me puso lodo sobre los ojos, y me lavé y veo. Entonces unos de los fariseos decían: Este hombre no es de Dios, que no guarda el sábado”. Los fariseos esperaban hacer aparecer a Jesús como pecador, y que por lo tanto no era el Mesías. No sabían que el que había sanado al ciego había hecho el sábado y conocía todas sus obligaciones. Aparentaban tener admirable celo por la observancia del día de reposo, pero en ese mismo día estaban planeando un homicidio. Sin embargo, al enterarse de este milagro muchos quedaron muy impresionados y convencidos de que Aquel que había abierto los ojos del ciego era más que un hombre común.

En respuesta al cargo de que Jesús era pecador porque no guardaba el sábado, dijeron: “¿Cómo puede un hombre pecador hacer estas señales?” Los rabinos volvieron a dirigirse al ciego: “¿Tú, qué dices del que te abrió los ojos? Y él dijo: Que es profeta”.

Los fariseos aseguraron entonces que no había nacido ciego ni recibido la vista. Llamaron a sus padres, y les preguntaron, diciendo: “¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego?” Allí estaba el hombre mismo declarando que había sido ciego y que ahora veía; pero los fariseos preferían negar la evidencia de sus propios sentidos antes que admitir que estaban equivocados. Tan poderoso es el prejuicio, tan torcida es la justicia farisaica. A los fariseos les quedaba una esperanza, la de intimidar a los padres del hombre. Con aparente sinceridad, preguntaron: “¿Cómo, pues, ve ahora?” Los padres temieron comprometerse, porque se había declarado que cualquiera que reconociera a Jesús como el Cristo sería echado “de la sinagoga”; es decir, excluido de la sinagoga por treinta días.

Durante ese tiempo, ningún hijo sería circuncidado y ningún muerto sería lamentado en el hogar ofensor. La gente consideraba la sentencia como una gran calamidad; y si no mediaba arrepentimiento, la seguía una pena mucho mayor. La obra realizada en favor de su hijo había convencido a los padres; sin embargo respondieron: “Sabemos que este es nuestro hijo, y que nació ciego: mas cómo vea ahora, no sabemos o quién le haya abierto los ojos, nosotros no lo sabemos; él tiene edad, preguntadle a él, él hablará de sí”. Así transfirieron toda la responsabilidad a su hijo; porque no se atrevían a confesar a Cristo.

La respuesta del ciego

Los fariseos veían que estaban dando publicidad a la obra hecha por Jesús. No podían negar el milagro. El ciego rebosaba gozo y gratitud; contemplaba las maravillas de la naturaleza y se llenaba de deleite ante la hermosura de la tierra y del cielo. Relataba libremente su caso y otra vez ellos trataron de imponerle silencio, diciendo: “Da gloria a Dios: nosotros sabemos que este hombre es pecador”. Es decir: No repitas que este hombre te dio la vista; es Dios quien lo ha hecho. El ciego respondió: “Si es pecador, no lo sé; una cosa sé: antes era ciego, y ahora veo”.

Entonces le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Procuraron confundirlo con muchas palabras, a fin de que él se juzgase engañado. Satanás y sus ángeles malos estaban de parte de los fariseos, y unían sus fuerzas y argucias al razonamiento de los hombres a fin de contrarrestar la influencia de Cristo. Embotaron las convicciones hondamente arraigadas en muchas mentes. Los ángeles de Dios también estaban presentes para fortalecer al hombre cuya vista había sido restaurada.

Los fariseos no comprendían que estaban tratando más que con un hombre inculto que había nacido ciego; no conocían a Aquel con quien estaban en controversia. La luz divina brillaba en las cámaras del alma del ciego. Mientras aquellos hipócritas procuraban hacerle descreído, Dios le ayudó a demostrar, por el vigor y la agudeza de sus respuestas, que no había de ser entrampado. Replicó: “Ya os lo he dicho, y no habéis atendido: ¿por qué lo queréis otra vez oír? ¿queréis también vosotros haceros sus discípulos? Y le ultrajaron, y dijeron: Tú eres su discípulo; pero nosotros discípulos de Moisés somos. Nosotros sabemos que a Moisés habló Dios: mas éste no sabemos de dónde es”.

Confrontados en su propio terreno

El Señor Jesús conocía la prueba por la cual estaba pasando el hombre, y le dio gracia y palabras, de modo que llegó a ser un testigo por Cristo. Respondió a los fariseos con palabras que eran una hiriente censura a sus preguntas. Aseveraban ser los expositores de las Escrituras y los guías religiosos de la nación; sin embargo, había allí Uno que hacía milagros, y ellos confesaban ignorar tanto la fuente de su poder, como su carácter y pretensiones.

“Por cierto, maravillosa cosa es esta—dijo el hombre,—que vosotros no sabéis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores: mas si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a este oye. Desde el siglo no fue oído, que abriese alguno los ojos de uno que nació ciego. Si éste no fuera de Dios, no pudiera hacer nada”.

El hombre había hecho frente a sus inquisidores en su propio terreno. Su razonamiento era incontestable. Los fariseos estaban atónitos y enmudecieron, hechizados ante sus palabras penetrantes y resueltas. Durante un breve momento guardaron silencio. Luego esos ceñudos sacerdotes y rabinos recogieron sus mantos, como si hubiesen temido contaminarse por el trato con él, sacudieron el polvo de sus pies, y lanzaron denuncias contra él: “En pecados eres nacido todo, ¿y tú nos enseñas?” Y le excomulgaron.

Jesús se enteró de lo hecho; y hallándolo poco después, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” Por primera vez el ciego miraba el rostro de Aquel que le sanara. Delante del concilio había visto a sus padres turbados y perplejos; había mirado los ceñudos rostros de los rabinos; ahora sus ojos descansaban en el amoroso y pacífico semblante de Jesús. Antes de eso, a gran costo para él, le había reconocido como delegado del poder divino; ahora se le concedió una revelación mayor.

A la pregunta del Salvador: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” el ciego respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en él?” Y Jesús dijo: “Y le has visto, y el que habla contigo, él es”. El hombre se arrojó a los pies del Salvador para adorarle. No solamente recibió la vista natural, sino que se le abrieron los ojos de su entendimiento. Cristo se reveló a su alma, y él lo recibió como el Enviado de Dios.

Para que los que no ven, vean; y los que ven, sean cegados

Había un grupo de fariseos reunido cerca, y el verlos trajo a la mente de Jesús el contraste que siempre se manifestaba en el efecto de sus obras y palabras. Dijo: “Yo, para juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, sean cegados”. Cristo había venido para abrir los ojos ciegos, para dar luz a los que moran en tinieblas. Había declarado ser la luz del mundo, y el  milagro que acababa de realizar era un testimonio de su misión. El pueblo que contempló al Salvador en su venida recibió una manifestación más abundante de la presencia divina que la que el mundo jamás había gozado antes. El conocimiento de Dios se reveló más perfectamente. Pero por esta misma revelación, los hombres juzgaron. Su carácter probó y determinó su destino.

La manifestación del poder divino que le había dado al ciego vista natural tanto como espiritual, había sumido a los fariseos en tinieblas más profundas. Algunos de sus oyentes, al sentir que las palabras de Cristo se aplicaban a ellos, preguntaron; “¿Somos nosotros también ciegos?” Jesús respondió: “Si fuerais ciegos, no tuvierais pecado”. Si Dios hubiese hecho imposible para vosotros ver la verdad, vuestra ignorancia no implicaría culpa. “Mas ahora … decís, Vemos”. Os creéis capaces de ver, y rechazáis el único medio por el cual podríais recibir la vista. A todos los que percibían su necesidad, Jesús les proporcionaba ayuda infinita. Pero los fariseos no confesaron necesidad alguna; rehusaron venir a Cristo, y por lo tanto, se quedaron en una ceguedad de la cual ellos mismos eran culpables. Jesús dijo: “Vuestro pecado permanece”.

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