Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen

buen pastor

“YO SOY el buen pastor: el buen pastor su vida da por las ovejas”. “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre, y pongo mi vida por las ovejas”— Juan 10:14-15

Jesús halló acceso a la mente de sus oyentes por medio de las cosas con las que estaban familiarizados. Había comparado la influencia del Espíritu al agua fresca refrigerante. Se había representado por la luz, fuente de vida y alegría para la naturaleza y el hombre. Ahora, mediante un hermoso cuadro pastoril, representó su relación con los que creían en él.

Ningún cuadro era más familiar que este para sus oyentes y las palabras de Cristo lo vincularon para siempre con él mismo. Nunca mirarían los discípulos a los pastores que cuidasen sus rebaños sin recordar la lección del Salvador. Verían a Cristo en cada pastor fiel. Se verían a sí mismos en cada rebaño indefenso y dependiente.

El verdadero buen pastor

El profeta Isaías había aplicado esta figura a la misión del Mesías en las alentadoras palabras: “Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta fuertemente tu voz, anunciadora en Jerusalén; levántala, no temas; di a las ciudades de Judá: ¡Veis aquí el Dios vuestro! … Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo cogerá los corderos, y en su seno los llevará”— Isaías 40:9-11. David había cantado: “Jehová es mi pastor; nada me faltará”. El Espíritu Santo había declarado por Ezequiel: “Y despertaré sobre ellas un pastor, y él las apacentará”. “Yo buscaré la perdida, y tornaré la amontada, y ligaré la perniquebrada, y corroboraré la enferma”. “Y estableceré con ellos pacto de paz”. “Y no serán más presa de las gentes, … sino que habitarán seguramente, y no habrá quien espante”— Salmos 23:1; Ezequiel 34:23, 16, 25, 28.

Cristo aplicó estas profecías a sí mismo, y mostró el contraste que había entre su carácter y el de los dirigentes de Israel. Los fariseos acababan de echar a uno del redil porque había osado testificar del poder de Cristo. Habían excomulgado a un alma a la cual el verdadero Pastor estaba atrayendo. Así habían demostrado que desconocían la obra a ellos encomendada, y que eran indignos del cargo de pastores del rebaño. Jesús les presentó el contraste que existía entre ellos y el buen Pastor, y se declaró el verdadero guardián del rebaño del Señor. Antes de hacerlo, sin embargo, habló de sí mismo empleando otra figura.

Dijo: “El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, mas sube por otra parte, el tal es ladrón y robador. Mas el que entra por la puerta, el pastor de las ovejas es”. Los fariseos no percibieron que estas palabras iban dirigidas contra ellos. Mientras razonaban en su corazón en cuanto al significado, Jesús les dijo claramente: “Yo soy la puerta: el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos. El ladrón no viene sino para hurtar, y matar, y destruir: yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”.

El buen pastor vela por su rebaño

Los fariseos no habían entrado por la puerta. Habían subido al corral por otro camino que no era Cristo, y no estaban realizando el trabajo del verdadero pastor. Los sacerdotes y gobernantes, los escribas y fariseos destruían los pastos vivos y contaminaban los manantiales del agua de vida. Las fieles palabras de la Inspiración describen a esos falsos pastores: “No corroborasteis las flacas, ni curasteis la enferma: no ligasteis la perniquebrada, ni tornasteis la amontada, ni buscasteis la perdida; sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia”— Ezequiel 34:4.

“El que entra por la puerta, el pastor de las ovejas es”. Cristo es la puerta y también el pastor. Él entra por sí mismo. Es por su propio sacrificio como llega a ser pastor de las ovejas. De todas las criaturas, la oveja es una de las más tímidas e indefensas, y en el Oriente el cuidado del pastor por su rebaño es incansable e incesante. Antiguamente, como ahora, había poca seguridad fuera de las ciudades amuralladas. Los merodeadores de las tribus errantes, o las bestias feroces que tenían sus guaridas entre las rocas, acechaban para saquear los rebaños.

El pastor velaba por su rebaño, sabiendo que lo hacía con peligro de su propia vida. Jacob, que cuidaba los rebaños de Labán en los campos de Harán, dice, describiendo su infatigable labor: “De día me consumía el calor, y de noche la helada, y el sueño se huía de mis ojos”— Génesis 31:40.

Jesús nos conoce individualmente, y se conmueve por el sentimiento de nuestras flaquezas. Nos conoce a todos por nombre. Conoce la casa en que vivimos, y el nombre de cada ocupante. Dio a veces instrucciones a sus siervos para que fueran a cierta calle en cierta ciudad, a tal casa, para hallar a una de sus ovejas. Cada alma es tan plenamente conocida por Jesús como si fuera la única por la cual el Salvador murió. Las penas de cada uno conmueven su corazón. El clamor por auxilio penetra en su oído.

Él vino para atraer a todos los hombres a sí. Los invita: “Seguidme,” y su Espíritu obra en sus corazones para inducirlos a venir a él. Muchos rehúsan ser atraídos. Jesús conoce quiénes son. Sabe también quiénes oyen alegremente u llamamiento y están listos para colocarse bajo su cuidado pastoral. Él dice: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. Cuida a cada una como si no hubiera otra sobre la haz de la tierra.

Jesús nunca abandona a un alma por la cual murió

 “A sus ovejas llama por nombre, y las saca; … y las ovejas le siguen, porque conocen su voz”. Los pastores orientales no arrean sus ovejas. No se valen de la fuerza o del miedo, sino que van delante y las llaman. Ellas conocen su voz, y obedecen el llamado. Así hace con sus ovejas el Salvador y Pastor. La Escritura dice: “Condujiste a tu pueblo como ovejas, por mano de Moisés y de Aarón”. Por el profeta, Jesús declara: “Con amor eterno te he amado; por tanto te soporté con misericordia”. Él no obliga a nadie a seguirle. “Con cuerdas humanas los traje—dice,—con cuerdas de amor”— Salmos 77:20; Jeremías 31:3; Oseas 11:4.

Como el buen pastor va delante de sus ovejas y es el primero que hace frente a los peligros del camino, así hace Jesús con su pueblo. “Y como ha sacado fuera todas las propias, va delante de ellas”. El camino al cielo está consagrado por las huellas del Salvador. La senda puede ser empinada y escabrosa, pero Jesús ha recorrido ese camino; sus pies han pisado las crueles espinas, para hacernos más fácil el camino. El mismo ha soportado todas las cargas que nosotros estamos llamados a soportar.

Aunque ascendió a la presencia de Dios y comparte el trono del universo, Jesús no ha perdido nada de su naturaleza compasiva. Hoy el mismo tierno y simpatizante corazón está abierto a todos los pesares de la humanidad. Hoy las manos que fueron horadadas se extienden para bendecir abundantemente a su pueblo que está en el mundo. “No perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano”. El alma que se ha entregado a Cristo es más preciosa a sus ojos que el mundo entero. El Salvador habría pasado por la agonía del Calvario para que uno solo pudiera salvarse en su reino. Nunca abandona a un alma por la cual murió. A menos que sus seguidores escojan abandonarle, él los sostendrá siempre.

También tengo otras ovejas que no son de este redil

En todas nuestras pruebas, tenemos un Ayudador que nunca nos falta. Él no nos deja solos para que luchemos con la tentación, batallemos contra el mal, y seamos finalmente aplastados por las cargas y tristezas. Aunque ahora esté oculto para los ojos mortales, el oído de la fe puede oír su voz que dice: No temas; yo estoy contigo. Yo soy “el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos”—Apocalipsis 1:18. He soportado vuestras tristezas, experimentado vuestras luchas, y hecho frente a vuestras tentaciones. Conozco vuestras lágrimas; yo también he llorado. Conozco los pesares demasiado hondos para ser susurrados a ningún oído humano. No penséis que estáis solitarios y desamparados.

Aunque en la tierra vuestro dolor no toque cuerda sensible alguna en ningún corazón, miradme a mí, y vivid. “Porque los montes se moverán, y los collados temblarán; mas no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti”— Isaías 54:10.

Por mucho que un pastor pueda amar a sus ovejas, Jesús ama aún más a sus hijos e hijas. No es solamente nuestro pastor; es nuestro “Padre eterno”. Y él dice: “Y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre”. ¡Qué declaración! Es el Hijo unigénito, el que está en el seno del Padre, a quien Dios ha declarado ser “el hombre compañero mío;”— Zacarías 13:7— y presenta la comunión que hay entre él y el Padre como figura de la que existe entre él y sus hijos en la tierra.

Jesús pensó en todas las almas de la tierra, que estaban engañadas por los falsos pastores. Aquellas a quienes él anhelaba reunir como ovejas de su prado estaban esparcidas entre lobos, y dijo: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también me conviene traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor”. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”. Es decir, mi Padre os ama tanto, que me ama aun más porque doy mi vida para redimiros. Al hacerme vuestro substituto y fiador, mediante la entrega de mi vida, tomando vuestras obligaciones, vuestras transgresiones, se encarece el amor de mi Padre hacia mí.

Por su llaga fuimos nosotros curados

“Pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, mas yo la pongo de mí mismo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”. Mientras, como miembro de la familia humana, era mortal, como Dios, era la fuente de la vida para el mundo. Hubiera podido resistir el avance de la muerte y rehusar ponerse bajo su dominio; pero voluntariamente puso su vida para sacar a luz la vida y la inmortalidad. Cargó con el pecado del mundo, soportó su maldición, entregó su vida en sacrificio, para que los hombres no muriesen eternamente.

“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores…. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino: mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”—Isaías 53:4-6.

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