La primera misión de los discípulos fue especial. Ellos eran miembros de la familia de Jesús y le habían acompañado mientras viajaba a pie por Galilea. Habían compartido con él los trabajos y penurias que le habían tocado. Habían escuchado sus discursos, habían andado y hablado con el Hijo de Dios, y de su instrucción diaria habían aprendido a trabajar para la elevación de la humanidad.
Mientras Jesús ministraba a las vastas muchedumbres que se congregaban en derredor de él, sus discípulos le acompañaban, ávidos de hacer cuanto les pidiera y de aliviar su labor. Ayudaban a ordenar a la gente, traían a los afligidos al Salvador y procuraban la comodidad de todos. Estaban alerta para discernir a los oyentes interesados, les explicaban las Escrituras y de diversas maneras trabajaban para su beneficio espiritual. Enseñaban lo que habían aprendido de Jesús y obtenían cada día una rica experiencia. Pero necesitaban también aprender a trabajar solos. Les faltaba todavía mucha instrucción, gran paciencia y ternura. Ahora, mientras él estaba personalmente con ellos para señalarles sus errores, aconsejarlos y corregirlos, el Salvador los mandó como representantes suyos.
Mientras habían estado con él, los discípulos se habían sentido con frecuencia perplejos a causa de las enseñanzas de los sacerdotes y fariseos, pero habían llevado sus perplejidades a Jesús. Él les había presentado las verdades de la Escritura en contraste con la tradición. Así había fortalecido su confianza en la Palabra de Dios, y en gran medida los había libertado del temor de los rabinos y de su servidumbre a la tradición. En la educación de los discípulos, el ejemplo de la vida del Salvador era mucho más eficaz que la simple instrucción doctrinaria. Cuando estuvieran separados de su Maestro, recordarían cada una de sus miradas, su tono y sus palabras. Con frecuencia, mientras estuvieran en conflicto con los enemigos del Evangelio, repetirían sus palabras, y al ver su efecto sobre la gente, se regocijarían mucho.
La orden de ir a la misión
Llamando a los doce en derredor de sí, Jesús les ordenó que fueran de dos en dos por los pueblos y aldeas. Ninguno iba solo, sino que el hermano iba asociado con el hermano, el amigo con el amigo. Así podían ayudarse y animarse mutuamente, consultando y orando juntos, supliendo cada uno la debilidad del otro. De la misma manera, envió más tarde a los setenta. Era el propósito del Salvador que los mensajeros del Evangelio se asociaran de esta manera. En nuestro propio tiempo la obra de evangelización tendría mucho más éxito si se siguiera fielmente este ejemplo.
El mensaje de los discípulos era el mismo que el de Juan el Bautista y el de Cristo mismo: “El reino de los cielos se ha acercado”. No debían entrar en controversia con la gente acerca de si Jesús de Nazaret era el Mesías, sino que en su nombre debían hacer las mismas obras de misericordia que él había hecho. Les ordenó: “Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios: de gracia recibisteis, dad de gracia”.
Durante su ministerio, Jesús dedicó más tiempo a sanar a los enfermos que a predicar. Sus milagros atestiguaban la verdad de sus palabras de que no había venido para destruir, sino para salvar. Su justicia iba delante de él y la gloria del Señor era su retaguardia. Dondequiera que fuera, le precedían las nuevas de su misericordia. Los seguidores de Cristo han de trabajar como él obró. Han de alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos y consolar a los dolientes y afligidos. Han de ministrar a los que desesperan e inspirar esperanza a los descorazonados. Y se cumplirá la promesa: “Irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Jehová será tu retaguardia”— Isaías 58:8.
Los discípulos evangelistas
En su primera gira misionera, los discípulos debían ir solamente a “las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Si entonces hubiesen predicado el Evangelio a los gentiles o a los samaritanos, habrían perdido su influencia sobre los judíos. Excitando el prejuicio de los fariseos, se habrían metido en una controversia que los habría desanimado en el mismo comienzo de sus labores. Aun los apóstoles fueron lentos en comprender que el Evangelio debía darse a todas las naciones. Mientras ellos mismos no comprendieron esta verdad, no estuvieron preparados para trabajar por los gentiles.
Por todo el campo de labor de Cristo, había almas despertadas que comprendían ahora su necesidad y tenían hambre y sed de la verdad. Había llegado el tiempo en que debían mandarse las nuevas de su amor a esas almas anhelantes. A todas estas, debían ir los discípulos como representantes de Cristo. Los creyentes habían de ser inducidos a mirarlos como maestros divinamente designados, y cuando el Salvador les fuese quitado no quedarían sin instructores.
En esta primera gira, los discípulos debían ir solamente adonde Jesús había estado antes y había conquistado amigos. Su preparación para el viaje debía ser de lo más sencilla. No debían permitir que cosa alguna distrajese su atención de su gran obra, despertase oposición o cerrase la puerta a labores ulteriores. No debían adoptar la indumentaria de los maestros religiosos ni usar atavío alguno que los distinguiese de los humildes campesinos. Tampoco debían entrar en las sinagogas y convocar a las gentes a cultos públicos; sus esfuerzos debían limitarse al trabajo de casa en casa.
No habían de malgastar tiempo en saludos inútiles ni en ir de casa en casa para ser agasajados. Pero en todo lugar debían aceptar la hospitalidad de los que fuesen dignos, de los que les diesen bienvenida cordial como si recibiesen al mismo Jesús. Debían entrar en la morada con el hermoso saludo: “Paz sea a esta casa”— Lucas 10:5. Ese hogar iba a ser bendecido por sus oraciones, sus cantos de alabanza y la presentación de las Escrituras en el círculo de la familia.
La misión de los doce
Estos discípulos debían ser heraldos de la verdad y preparar el camino para la venida de su Maestro. El mensaje que tenían que dar era la palabra de vida eterna, y el destino de los hombres dependía de que lo aceptasen o rechazasen. Para impresionar a las gentes con su solemnidad, Jesús dijo a sus discípulos: “Y cualquiera que no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. De cierto os digo, que el castigo será más tolerable a la tierra de los de Sodoma y de los de Gomorra en el día del juicio, que a aquella ciudad”.
“He aquí—dijo Jesús,—yo os envío como a ovejas en medio de lobos: sed pues prudentes como serpientes, y sencillos como palomas”. Cristo mismo no suprimió una palabra de la verdad, sino que la dijo siempre con amor. Ejerció el mayor tacto y atención reflexiva y bondadosa en su trato con la gente. Nunca fue rudo ni dijo innecesariamente una palabra severa; nunca causó una pena innecesaria a un alma sensible. No censuró la debilidad humana. Denunció intrépidamente la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad, pero había lágrimas en su voz al pronunciar sus severas reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad que él amaba, que se negaba a recibirle a él, el Camino, la Verdad y la Vida. Sus habitantes le rechazaron a él, el Salvador, pero los consideró con compasiva ternura y con una tristeza tan profunda que quebrantaba su corazón.
Los siervos de Cristo no han de actuar según los dictados del corazón natural. Necesitan tener una íntima comunión con Dios, no sea que, bajo la provocación, el yo se levante y ellos dejen escapar un torrente de palabras inconvenientes que disten mucho de ser como el rocío y como las suaves gotas que refrescan las plantas agostadas. Esto es lo que Satanás quiere que hagan; porque éstos son sus métodos. Es el dragón el que se aíra, es el espíritu de Satanás el que se revela en la cólera y las acusaciones. Pero los siervos de Dios han de ser representantes suyos. El desea que trafiquen únicamente con la moneda del cielo, la verdad que lleva su propia imagen e inscripción.
Confiar en la guía de Dios
Los que se ven envueltos en una controversia con los enemigos de la verdad, tienen que arrostrar no solo a los hombres, sino a Satanás y sus agentes. Recuerden las palabras del Salvador: “He aquí yo os envío como corderos en medio de lobos”— Lucas 10:3. Confíen en el amor de Dios, y su espíritu se conservará sereno, aun bajo los insultos personales. El Salvador los revestirá con una panoplia divina. Su Espíritu Santo influirá en la mente y en el corazón, de manera que la voz no copiará las notas de los aullidos de los lobos. Continuando sus instrucciones a sus discípulos, Jesús dijo: “Guardaos de los hombres”. No debían poner confianza implícita en aquellos que no conocían a Dios, ni hacerlos sus confidentes; porque esto daría una ventaja a los agentes de Satanás.
“Os entregarán a los concilios … y seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa, para testimonio a ellos y a las naciones”. La persecución esparcirá la luz. Los siervos de Cristo estarán ante los grandes de la tierra, quienes, de otra manera, nunca oirían tal vez el Evangelio. La verdad se ha presentado falsamente a estos hombres. Han escuchado falsas acusaciones contra la fe de los discípulos de Cristo. Con frecuencia su único medio de conocer el verdadero carácter de esta fe es el testimonio de aquellos que son llevados a juicio por ella.
En el examen, se les pide que contesten, y sus jueces escuchan el testimonio dado. La gracia de Dios se concederá a sus siervos para hacer frente a la emergencia. “En aquella hora os será dado—dijo Jesús,—qué habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros”. Al iluminar el Espíritu de Dios la mente de sus siervos, la verdad se presentará con su poder divino y su alto valor. Los que rechazan la verdad se levantarán para acusar y oprimir a los discípulos. Pero bajo la pérdida y el sufrimiento, y aun hasta la muerte, los hijos del Señor han de revelar la mansedumbre de su Divino Ejemplo.
Los discípulos tendrán valor y la fortaleza
Los siervos de Cristo no habían de preparar discurso alguno para pronunciarlo cuando fuesen llevados a juicio. Debían hacer su preparación día tras día al atesorar las preciosas verdades de la Palabra de Dios, y al fortalecer su fe por la oración, el Espíritu Santo les haría recordar las verdades que necesitasen. Un esfuerzo diario y ferviente para conocer a Dios, y a Jesucristo a quien él envió, iba a impartir poder y eficiencia al alma.
El conocimiento obtenido por el escrutinio diligente de las Escrituras iba a cruzar como rayo en la memoria al debido momento. Pero si algunos hubiesen descuidado el familiarizarse con las palabras de Cristo y nunca hubiesen probado el poder de su gracia en la dificultad, no podrían esperar que el Espíritu Santo les hiciese recordar sus palabras. Habían de servir a Dios diariamente con afecto indiviso y luego confiar en él.
“Y seréis aborrecidos de todos por mi nombre—añadió:— mas el que perseverare hasta el fin, éste será salvo”— Marcos 13:13. Jesús les ordenó no exponerse innecesariamente a la persecución. Con frecuencia, él mismo dejaba un campo de labor para otro a fin de escapar a los que estaban buscando su vida. Cuando fue rechazado en Nazaret y sus propios conciudadanos trataron de matarlo, se fue a Capernaúm y allí la gente se asombró de su enseñanza; “porque su palabra era con potestad”. Asimismo, sus siervos no debían desanimarse por la persecución, sino buscar un lugar donde pudiesen seguir trabajando por la salvación de las almas.
El siervo no es superior a su señor. El Príncipe del cielo fue llamado Belcebú, y de la misma manera sus discípulos serán calumniados. Pero cualquiera que sea el peligro, los que siguen a Cristo deben confesar sus principios. Deben despreciar el ocultamiento. No pueden dejar de darse a conocer hasta que estén seguros de que pueden confesar la verdad sin riesgo.
Os confesaré delante de Dios
Y Jesús continúa: Así como me confesasteis delante de los hombres, os confesaré delante de Dios y de los santos ángeles. Habéis de ser mis testigos en la tierra, conductos por los cuales pueda fluir mi gracia para sanar al mundo. Así también seré vuestro representante en el cielo. El Padre no considera vuestro carácter deficiente, sino que os ve revestidos de mi perfección. Soy el medio por el cual os llegarán las bendiciones del Cielo. Todo aquel que me confiesa participando de mi sacrificio por los perdidos, será confesado como participante en la gloria y en el gozo de los redimidos.
El que quiera confesar a Cristo debe tener a Cristo en sí. No puede comunicar lo que no recibió. Los discípulos podían hablar fácilmente de las doctrinas, podían repetir las palabras de Cristo mismo; pero a menos que poseyeran una mansedumbre y un amor como los de Cristo, no le estaban confesando. Un espíritu contrario al espíritu de Cristo le negaría, cualquiera que fuese la profesión de fe.
Los hombres pueden negar a Cristo calumniando, hablando insensatamente y profiriendo palabras falsas o hirientes. Pueden negarle rehuyendo las cargas de la vida, persiguiendo el placer pecaminoso. Pueden negarle conformándose con el mundo, siguiendo una conducta descortés, amando sus propias opiniones, justificando al yo, albergando dudas, buscando dificultades y morando en tinieblas. De todas estas maneras, declaran que Cristo no está en ellos.
Y cualquiera que me negare…
Y “cualquiera que me negare delante de los hombres—dice él,—le negaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos”. El Salvador ordenó a sus discípulos que no esperasen que la enemistad del mundo hacia el Evangelio sería vencida, ni que después de un tiempo la oposición cesaría. Dijo: “No he venido para meter paz, sino espada”. La creación de esta lucha no es efecto del Evangelio, sino resultado de la oposición que se le hace.
De todas las persecuciones, la más difícil de soportar es la divergencia entre los miembros de la familia, el alejamiento afectivo de los seres terrenales más queridos. Pero Jesús declara: “El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz, y sigue en pos de mí, no es digno de mí”.
La misión de los siervos de Cristo es un alto honor y un cometido sagrado. “El que os recibe a vosotros—dice él,—a mí recibe; y el que a mí recibe, recibe al que me envió”. Ningún acto de bondad a ellos manifestado en su nombre dejará de ser reconocido y recompensado. Y en el mismo tierno reconocimiento, él incluye a los más débiles y humildes miembros de la familia de Dios. “Cualquiera que diere a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente—a aquellos que son como niños en su fe y conocimiento de Cristo— de cierto os digo, que no perderá su recompensa”.
Así terminó el Salvador sus instrucciones. En el nombre de Cristo, salieron los doce elegidos como él había salido, “para dar buenas nuevas a los pobres: … para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados: para predicar el año agradable del Señor”— Lucas 4:18, 19.