Nicodemo ocupaba un puesto elevado y de confianza en la nación judía. Era un hombre muy educado, y poseía talentos extraordinarios. Era un renombrado miembro del concilio nacional. Como otros, había sido conmovido por las enseñanzas de Jesús. Aunque rico, sabio y honrado, se había sentido extrañamente atraído por el humilde Nazareno. Las lecciones que habían caído de los labios del Salvador le habían impresionado grandemente y quería aprender más de estas verdades maravillosas.
La visita de Nicodemo a Jesús
Deseaba ardientemente entrevistarse con Jesús, pero no osaba buscarle abiertamente. Sería demasiado humillante para un príncipe de los judíos declararse simpatizante de un maestro tan poco conocido. Si su visita llegase al conocimiento del Sanedrín, le atraería su desprecio y denuncias. Haciendo una investigación especial, llegó a saber dónde tenía el Salvador un lugar de retiro en el monte de las Olivas; aguardó hasta que la ciudad quedase envuelta por el sueño, y entonces salió en busca de Jesús.
En presencia de Cristo, Nicodemo sintió una extraña timidez, la que trató de ocultar bajo un aire de serenidad y dignidad. “Rabbí— dijo, —sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no fuere Dios con él”. Hablando de los raros dones de Cristo como maestro, y también de su maravilloso poder de realizar milagros, esperaba preparar el terreno para su entrevista.
En vez de reconocer este saludo, Jesús fijó los ojos en el que le hablaba, como si leyese en su alma. En su infinita sabiduría, vio delante de sí a uno que buscaba la verdad. Conoció el objeto de esta visita y con el deseo de profundizar la convicción que ya había penetrado en la mente del que le escuchaba, fue directamente al tema que le preocupaba diciendo solemne aunque bondadosamente: “En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios”.
El nuevo nacimiento
Nicodemo había venido al Señor pensando entrar en discusión con él, pero Jesús descubrió los principios fundamentales de la verdad. Dijo a Nicodemo: No necesitas conocimiento teórico tanto como regeneración espiritual. No necesitas que se satisfaga tu curiosidad, sino tener un corazón nuevo. Debes recibir una vida nueva de lo alto, antes de poder apreciar las cosas celestiales. Hasta que se realice este cambio, haciendo nuevas todas las cosas, no producirá ningún bien salvador para ti el discutir conmigo mi autoridad o mi misión.
La figura del nuevo nacimiento que Jesús había empleado no era del todo desconocida para Nicodemo. Los conversos del paganismo a la fe de Israel eran a menudo comparados a niños recién nacidos. Por lo tanto, debió percibir que las palabras de Cristo no habían de ser tomadas en su sentido literal. Pero por virtud de su nacimiento como israelita, se consideraba seguro de tener un lugar en el reino de Dios. Le parecía que no necesitaba cambio alguno. Por esto le sorprendieron las palabras del Salvador. Le irritaba su íntima aplicación a sí mismo. El orgullo del fariseo contendía contra el sincero deseo del que buscaba la verdad. Se admiraba de que Cristo le hablase así, sin tener en cuenta su posición de príncipe de Israel.
La sorpresa le hizo perder el dominio propio, y contestó a Cristo en palabras llenas de ironía: “¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo?”. Como muchos otros, al ver su conciencia confrontada por una verdad aguda, demostró que el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios. No hay nada en él que responda a las cosas espirituales; porque las cosas espirituales se disciernen espiritualmente.
El bautismo de agua y del Espíritu
Pero el Salvador no contestó a su argumento con otro. Levantando la mano con solemne y tranquila dignidad, hizo penetrar la verdad con aun mayor seguridad: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. Nicodemo sabía que Cristo se refería aquí al agua del bautismo y a la renovación del corazón por el Espíritu de Dios. Estaba convencido de que se hallaba en presencia de Aquel cuya venida había predicho Juan el Bautista.
Jesús continuó diciendo: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Por naturaleza, el corazón es malo, y “¿quién hará limpio de inmundo? Nadie”— Job 14:4. Ningún invento humano puede hallar un remedio para el alma pecaminosa. “La intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede”— Romanos 8:7.
El que está tratando de alcanzar el cielo por sus propias obras observando la ley, está intentando lo imposible. No hay seguridad para el que tenga solo una religión legal, solo una forma de la piedad. La vida del cristiano no es una modificación o mejora de la antigua, sino una transformación de la naturaleza. Se produce una muerte al yo y al pecado, y una vida enteramente nueva. Este cambio puede ser efectuado únicamente por la obra eficaz del Espíritu Santo.
La obra del Espíritu
Nicodemo estaba todavía perplejo, y Jesús empleó el viento para ilustrar lo que quería decir: “El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde viene, ni adónde vaya: así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. Se oye el viento entre las ramas de los árboles, por el susurro que produce en las hojas y las flores; sin embargo, es invisible y nadie sabe de dónde viene ni adónde va. Así sucede con la obra del Espíritu Santo en el corazón. Es tan inexplicable como los movimientos del viento.
Puede ser que una persona no pueda decir exactamente la ocasión ni el lugar en que se convirtió, ni distinguir todas las circunstancias de su conversión; pero esto no significa que no se haya convertido. Mediante un agente tan invisible como el viento, Cristo obra constantemente en el corazón. Poco a poco, tal vez inconscientemente para quien las recibe, se hacen impresiones que tienden a atraer el alma a Cristo. Dichas impresiones pueden ser recibidas meditando en él, leyendo las Escrituras, u oyendo la palabra del predicador viviente. Repentinamente, al presentar el Espíritu un llamamiento más directo, el alma se entrega gozosamente a Jesús. Muchos llaman a esto conversión repentina; pero es el resultado de una larga intercesión del Espíritu de Dios; es una obra paciente y larga.
Mientras Jesús estaba hablando, algunos rayos de la verdad penetraron en la mente de Nicodemo. La suavizadora y subyugadora influencia del Espíritu Santo impresionó su corazón. Sin embargo, él no comprendía plenamente las palabras del Salvador. No le impresionaba tanto la necesidad del nuevo nacimiento como la manera en que se verificaba. Dijo con admiración: “¿Cómo puede esto hacerse?”
Nicodemo y el no resistirse a la verdad
“¿Tú eres el maestro de Israel, y no sabes esto?” le preguntó Jesús. Por cierto, que un hombre encargado de la instrucción religiosa del pueblo no debía ignorar verdades tan importantes. Las palabras de Jesús implicaban que en vez de sentirse irritado por las claras palabras de verdad, Nicodemo debiera haber tenido una muy humilde opinión de sí mismo, por causa de su ignorancia espiritual. Sin embargo, Cristo habló con tan solemne dignidad, y sus miradas y su tono expresaban tan ferviente amor, que Nicodemo no se ofendió al cerciorarse de su humillante condición.
Jesús añadió: “Si os he dicho cosas terrenas, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?”. Si Nicodemo no podía recibir las enseñanzas de Cristo, que ilustraban la obra de la gracia en el corazón, ¿cómo podría comprender la naturaleza de su glorioso reino celestial? Si no discernía la naturaleza de la obra de Cristo en la tierra, no podría comprender su obra en el cielo.
No tenía excusa la ceguera de Israel en cuanto a la regeneración. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Isaías había escrito: “Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia”— Isaías 64:6. David había orado: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí”— Salmos 51:10. Y por medio de Ezequiel había sido hecha la promesa: “Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos”— Ezequiel 36:26, 27.
La serpiente en el desierto
Nicodemo había leído estos pasajes con mente anublada; pero ahora empezaba a comprender su significado. Veía que la más rígida obediencia a la simple letra de la ley tal como se aplicaba a la vida externa, no podía dar a nadie derecho a entrar en el reino de los cielos. En la estima de los hombres, su vida había sido justa y honorable; pero en la presencia de Cristo, sentía que su corazón era impuro y su vida profana.
Nicodemo se sentía atraído a Cristo. Mientras el Salvador le explicaba lo concerniente al nuevo nacimiento, sintió el anhelo de que ese cambio se realizase en él. ¿Por qué medio podía lograrse? Jesús contestó la pregunta que no llegó a ser formulada: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
Este era terreno familiar para Nicodemo. El símbolo de la serpiente alzada le aclaró la misión del Salvador. Cuando el pueblo de Israel estaba muriendo por las mordeduras de las serpientes ardientes, Dios indicó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce y la colocase en alto en medio de la congregación. Luego se pregonó por todo el campamento que todos los que mirasen a la serpiente vivirían. El pueblo sabía muy bien que en sí misma la serpiente no tenía poder de ayudarle. Era un símbolo de Cristo. Así como la imagen de la serpiente destructora fue alzada para sanar al pueblo, un ser “en semejanza de carne de pecado”— Romanos 8:3— iba a ser el Redentor de la humanidad.
El valor de la gracia
Muchos de los israelitas consideraban que el ceremonial de los sacrificios tenía virtud en sí mismo para libertarlos del pecado. Dios deseaba enseñarles que no tenía más valor que la serpiente de bronce. Debía dirigir su atención al Salvador. Ya fuese para curar sus heridas, o perdonar sus pecados, no podían hacer nada por sí mismos, sino manifestar su fe en el don de Dios. Habían de mirar y vivir.
Los que habían sido mordidos por las serpientes, podrían haberse demorado en mirar. Podrían haber puesto en duda la eficacia del símbolo de bronce. Podrían haber pedido una explicación científica. Pero no se dio explicación alguna. Debían aceptar la palabra de Dios que les era dirigida por Moisés. El negarse a mirar era perecer. No es mediante controversias y discusiones cómo se ilumina el alma. Debemos mirar y vivir. Nicodemo recibió la lección y se la llevó consigo. Escudriñó las Escrituras de una manera nueva, no para discutir una teoría, sino para recibir vida para el alma. Empezó a ver el reino de los cielos cuando se sometió a la dirección del Espíritu Santo.
Hay hoy día miles que necesitan aprender la misma verdad que fue enseñada a Nicodemo por la serpiente levantada. Confían en que su obediencia a la ley de Dios los recomienda a su favor. Cuando se los invita a mirar a Jesús y a creer que él los salva únicamente por su gracia, exclaman: “¿Cómo puede esto hacerse?” Como Nicodemo, debemos estar dispuestos a entrar en la vida de la misma manera que el primero de los pecadores. Fuera de Cristo, “no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
El plan de salvación
En la entrevista con Nicodemo, Jesús reveló el plan de salvación y su misión en el mundo. En ninguno de sus discursos subsiguientes, explicó él tan plenamente, paso a paso, la obra que debe hacerse en el corazón de cuantos quieran heredar el reino de los cielos. Al principio de su ministerio, presentó la verdad a un miembro del Sanedrín, a la mente mejor dispuesta para recibirla, a un hombre designado para ser maestro del pueblo. Pero los dirigentes de Israel no recibieron gustosamente la luz. Nicodemo ocultó la verdad en su corazón, y durante tres años hubo muy poco fruto aparente. Pero Jesús conocía el suelo en el cual había arrojado la semilla.
Las palabras pronunciadas de noche a un solo oyente en la montaña solitaria no se perdieron. Por un tiempo, Nicodemo no reconoció públicamente a Cristo, pero estudió su vida y meditó sus enseñanzas. En los concilios del Sanedrín, estorbó repetidas veces los planes que los sacerdotes hacían para destruirle. Cuando por fin Jesús fue alzado en la cruz, Nicodemo recordó la enseñanza que recibiera en el monte de las Olivas: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.” La luz de aquella entrevista secreta iluminó la cruz del Calvario, y Nicodemo vio en Jesús el Redentor del mundo.