El momento de las bodas de Caná representa el inicio del ministerio de Jesús, en una reunión familiar celebrada en una pequeña aldea de Galilea. Allí estaba María y Jesús fue invitado con sus discípulos a la fiesta. Allí volvió a encontrarse con su madre de la cual había estado separado desde hacía cierto tiempo. En el festín de bodas ella le encontró; era el mismo hijo tierno y servicial. Sin embargo, no era el mismo. Su rostro había cambiado. Llevaba los rastros de su conflicto en el desierto, y una nueva expresión de dignidad y poder daba evidencia de su misión celestial.
Costumbre y festividades en las bodas de Caná
Al reunirse los convidados, pequeños grupos conversaban en voz baja, pero con animación, y miradas de admiración se dirigían hacia el Hijo de María. Al ver cómo las miradas se dirigían a Jesús, ella anheló verle probar a todos que era realmente el honrado de Dios. Esperaba que hubiese oportunidad de realizar un milagro delante de todos. En aquellos tiempos, era costumbre que las festividades matrimoniales durasen varios días. En esta ocasión, antes que terminara la fiesta, se descubrió que se había agotado la provisión de vino.
Era algo inusitado que faltase el vino en las fiestas, pues esta carencia se habría interpretado como falta de hospitalidad. María se dirigió a Jesús diciendo: “Vino no tienen”. Estas palabras eran una sugestión de que él podría suplir la necesidad. Pero Jesús contestó: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? aún no ha venido mi hora”. Esta respuesta, por brusca que nos parezca, no expresaba frialdad ni falta de cortesía. La forma en que se dirigió el Salvador a su madre estaba de acuerdo con la costumbre oriental. Se empleaba con las personas a quienes se deseaba demostrar respeto.
Todo acto de la vida terrenal de Cristo estuvo en armonía con el precepto que él mismo había dado: “Honra a tu padre y a tu madre”—Éxodo 20:12. En la cruz, en su último acto de ternura hacia su madre, Jesús volvió a dirigirse a ella de la misma manera al confiarla al cuidado de su discípulo más amado. Tanto en la fiesta de bodas como sobre la cruz, el amor expresado en su tono, mirada y modales interpretó sus palabras.
El cumplimiento de su misión
En ocasión de su visita al templo en su niñez, al revelársele el misterio de la obra que había de llenar su vida, Cristo había dicho a María: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?”—Lucas 2:49. Estas palabras fueron la nota dominante de toda su vida y ministerio. Ahora repitió la lección. Había peligro de que María considerase que su relación con Jesús le daba derechos especiales sobre él y facultad para dirigirle hasta cierto punto en su misión. Durante treinta años había sido para ella un hijo amante y obediente y su amor no había cambiado; pero debía atender ahora la obra de su Padre. Como Hijo del Altísimo, y Salvador del mundo, ningún vínculo terrenal debía impedirle cumplir su misión, ni influir en su conducta.
Esta lección es también para nosotros. Los derechos de Dios superan aun al parentesco humano. Ninguna atracción terrenal debe apartar nuestros pies de la senda en que él nos ordena andar. María podía hallar salvación únicamente por medio del Cordero de Dios. En sí misma, no poseía méritos. Su relación con Jesús no la colocaba en una relación espiritual con él diferente de la de cualquier otra alma humana. Así lo indicaron las palabras del Salvador. Él aclara la distinción que hay entre su relación con ella como Hijo del hombre y como Hijo de Dios. El vínculo de parentesco que había entre ellos no la ponía de ninguna manera en igualdad con él.
Las palabras: “Aun no ha venido mi hora,” indican que todo acto de la vida terrenal de Cristo se realizaba en cumplimiento del plan trazado desde la eternidad. Antes de venir a la tierra, el plan estuvo delante de él, perfecto en todos sus detalles. Pero mientras andaba entre los hombres, era guiado, paso a paso, por la voluntad del Padre. Al decir a María que su hora no había llegado todavía, Jesús contestaba al pensamiento que ella no había expresado, la expectativa que acariciaba en común con su pueblo. Esperaba que se revelase como Mesías, y asumiese el trono de Israel.
El primer milagro de Jesús
Pero, aunque María no tenía una concepción correcta de la misión de Cristo, confiaba implícitamente en él. Y Jesús respondió a esta fe. El primer milagro fue realizado en las bodas de Caná para honrar la confianza de María y fortalecer la fe de los discípulos. Estos iban a encontrar muchas y grandes tentaciones a dudar. Para ellos las profecías habían indicado fuera de toda controversia, que Jesús era el Mesías. Esperaban que los dirigentes religiosos le recibiesen con una confianza aun mayor que la suya, pero se quedaron asombrados y amargamente chasqueados por la incredulidad, los arraigados prejuicios y la enemistad que manifestaron hacia Jesús los sacerdotes y rabinos. Los primeros milagros del Salvador fortalecieron a los discípulos para que se mantuviesen firmes frente a esta oposición.
En ninguna manera desconcertada por las palabras de Jesús, María dijo a los que servían a la mesa: “Haced todo lo que os dijere”. Al lado de la puerta había seis grandes tinajas de piedra, y Jesús ordenó a los siervos que las llenasen de agua. Así lo hicieron. Entonces, como se necesitaba vino para el consumo inmediato, dijo: “Sacad ahora, y presentad al maestresala”. En vez del agua con que habían llenado las tinajas, fluía vino. Al probar el vino que le llevaban los criados, el maestresala lo encontró mejor que cualquier vino que hubiese bebido antes y muy diferente de lo que se sirviera al principio de la fiesta. Volviéndose al esposo, le dijo: “Todo hombre pone primero el buen vino, y cuando están satisfechos, entonces lo que es peor; más tú has guardado el buen vino hasta ahora.”
Así como los hombres presentan el mejor vino primero y luego el peor, así hace también el mundo con sus dones. Lo que ofrece puede agradar a los ojos y fascinar los sentidos, pero no resulta satisfactorio. El vino se trueca en amargura, la alegría en lobreguez. Lo que empezó con canto y alegría, termina en cansancio y desagrado. Pero los dones de Jesús son siempre frescos y nuevos. El banquete que él provee para el alma no deja nunca de dar satisfacción y gozo. Cada nuevo don aumenta la capacidad del receptor para apreciar y gozar las bendiciones del Señor.
El símbolo
El don de Cristo en las bodas de Caná fue un símbolo. El agua representaba el bautismo en su muerte; el vino, el derramamiento de su sangre por los pecados del mundo. El agua con que llenaron las tinajas se trajo por manos humanas, pero solo la palabra de Cristo podía impartirle la virtud de dar vida.
La palabra de Cristo proporcionó una amplia provisión para la fiesta. Así de abundante es la provisión de su gracia para borrar las iniquidades de los hombres, y para renovar y sostener el alma. En el primer banquete al cual asistió con sus discípulos, Jesús les dio la copa que simbolizaba su obra en favor de su salvación. En la última cena se la volvió a dar, en la institución de aquel rito sagrado por el cual su muerte había de ser conmemorada hasta que volviera—1 Corintios 11:26.
El vino que Jesús proveyó para la fiesta, y que dio a los discípulos como símbolo de su propia sangre, fue el jugo puro de uva. A esto se refiere el profeta Isaías cuando habla del “mosto en un racimo,” y dice: “No lo desperdicies, que bendición hay en él”— Isaías 65:8. Fue Cristo quien dio en el Antiguo Testamento la advertencia a Israel: “El vino es escarnecedor, la cerveza alborotadora; y cualquiera que por ello errare, no será sabio”— Proverbios 20:1. Y él mismo no proveyó bebida tal.
Cristo fue quien indicó que Juan el Bautista no debía beber ni vino ni bebida alcohólica. Él fue quien ordenó abstinencia similar a la esposa de Manoa. Y él pronunció una maldición sobre el hombre que ofreciese la copa a los labios de su prójimo. Cristo no contradice su propia enseñanza. El vino sin fermentar que él proveyó a los huéspedes de la boda era una bebida sana y refrigerante. Su efecto consistía en poner al gusto en armonía con el apetito sano.
La relación matrimonial
Una boda entre los judíos era una ocasión impresionante, y el gozo que se manifestaba en ella no desagradaba al Hijo del hombre. Al asistir a las bodas de Caná, Jesús honró el casamiento como institución divina. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la relación matrimonial se emplea para representar la unión tierna y sagrada que existe entre Cristo y su pueblo. En el pensar de Cristo, la alegría de las festividades de bodas simbolizaba el regocijo de aquel día en que él llevará la Esposa a la casa del Padre, y los redimidos juntamente con el Redentor se sentarán a la cena de las bodas del Cordero.
Él dice: “De la manera que el novio se regocija sobre la novia, así tu Dios se regocijará sobre ti”. “Ya no serás llamada Dejada, …sino que serás llamada mi Deleite, … porque Jehová se deleita en ti.” “Jehová … gozaráse sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cantar.”11 Cuando la visión de las cosas celestiales fué concedida a Juan el apóstol, escribió: “Y oí como la voz de una grande compañía, y como el ruido de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: Aleluya: porque reinó el Señor nuestro Dios Todopoderoso. Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero, y su esposa se ha aparejado.” “Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero”— Apocalipsis 19:6, 7, 9.