Jesús calma la tempestad en un día lleno de acontecimientos. Al lado del mar de Galilea, había pronunciado sus primeras parábolas, explicando de nuevo, mediante ilustraciones familiares, la naturaleza de su reino y la manera en que se establecería. Había comparado su propia obra a la del sembrador, el desarrollo de su reino al crecimiento de la semilla de mostaza, y al efecto de la levadura en una medida de harina. También había descrito la gran separación final de los justos y de los impíos mediante las parábolas del trigo y de la cizaña, y de la red del pescador. Había ilustrado la excelsa preciosura de las verdades que enseñaba, mediante el tesoro oculto y la perla de gran precio, mientras que en la parábola del padre de familia había enseñado a sus discípulos cómo habían de trabajar como representantes suyos.
Durante todo el día había estado enseñando y sanando y al llegar la noche, las muchedumbres se agolpaban todavía en derredor de él. Día tras día las había atendido sin detenerse casi para comer y descansar. Las críticas maliciosas y las falsas representaciones con que los fariseos le perseguían constantemente hacían sus labores más pesadas y agobiadoras. Y ahora el fin del día le hallaba tan sumamente cansado que resolvió retirarse a algún lugar solitario al otro lado del lago.
La tempestad sobre el lago
La región situada al oriente del lago de Genesaret no estaba deshabitada, pues había aquí y allí aldeas y villas, pero era desolada en comparación con la ribera occidental. Su población era más pagana que judía y tenía poca comunicación con Galilea. Así que ofrecía a Jesús el retiro que buscaba, y él invitó a sus discípulos a que le acompañasen allí. Después que hubo despedido la multitud, le llevaron al barco y apresuradamente zarparon. Pero no habían de salir solos. Había otros barcos de pesca cerca de la orilla, que pronto se llenaron de gente que se proponía seguir a Jesús ávida de continuar viéndole y oyéndole.
El Salvador estaba por fin aliviado de la presión de la multitud, y vencido por el cansancio y el hambre, se acostó en la popa del barco y no tardó en quedarse dormido. El anochecer había sido sereno y plácido, y la calma reinaba sobre el lago. Pero de repente las tinieblas cubrieron el cielo, bajó un viento furioso por los desfiladeros de las montañas que se abrían a lo largo de la orilla oriental, y una violenta tempestad estalló sobre el lago. El sol se había puesto y la negrura de la noche se asentó sobre el tormentoso mar. Las olas, agitadas por los furiosos vientos, se arrojaban bravías contra el barco de los discípulos y amenazaban hundirlo.
Aquellos valientes pescadores habían pasado su vida sobre el lago y habían guiado su embarcación a puerto seguro a través de muchas tempestades, pero ahora su fuerza y habilidad no valían nada. Se hallaban impotentes en las garras de la tempestad y desesperaron al ver cómo su barco se anegaba. Absortos en sus esfuerzos para salvarse, se habían olvidado de que Jesús estaba a bordo. Ahora, reconociendo que eran vanas sus labores y viendo tan sólo la muerte delante de sí, se acordaron de Aquel a cuya orden habían emprendido la travesía del mar.
En Jesús se hallaba su única esperanza
En su desamparo y desesperación clamaron: “¡Maestro, Maestro!” Pero las densas tinieblas le ocultaban de su vista. Sus voces eran ahogadas por el rugido de la tempestad y no recibían respuesta. La duda y el temor los asaltaban. ¿Les habría abandonado Jesús? ¿Sería ahora impotente para ayudar a sus discípulos Aquel que había vencido la enfermedad, los demonios y aun la muerte? ¿No se acordaba de ellos en su angustia? Volvieron a llamar, pero no recibieron otra respuesta que el silbido del rugiente huracán. Ya se estaba hundiendo el barco. Dentro de un momento, según parecía, iban a ser tragados por las hambrientas aguas.
De repente, el fulgor de un rayo rasgó las tinieblas y vieron a Jesús acostado y dormido sin que le perturbase el tumulto. Con asombro y desesperación, exclamaron: “¿Maestro, no tienes cuidado que perecemos?” ¿Cómo podía él descansar tan apaciblemente mientras ellos estaban en peligro, luchando con la muerte? Sus clamores despertaron a Jesús. Pero al iluminarle el resplandor del rayo, vieron la paz del cielo reflejada en su rostro; leyeron en su mirada un amor abnegado y tierno, y sus corazones se volvieron a él para exclamar: “Señor, sálvanos, que perecemos”.
¿Cómo no tenéis fe?
Nunca dio un alma expresión a este clamor sin que fuese oído. Mientras los discípulos asían sus remos para hacer un postrer esfuerzo, Jesús se levantó. De pie en medio de los discípulos, mientras la tempestad rugía, las olas se rompían sobre ellos y el relámpago iluminaba su rostro, levantó la mano, tan a menudo empleada en hechos de misericordia, y dijo al mar airado: “Calla, enmudece”. La tempestad cesó. Las olas reposaron. Se disiparon las nubes y las estrellas volvieron a resplandecer. El barco descansaba sobre un mar sereno. Entonces, volviéndose a sus discípulos, Jesús les preguntó con tristeza: “¿Por qué estáis así amedrentados?
El silencio cayó sobre los discípulos. Ni siquiera Pedro intentó expresar la reverencia que llenaba su corazón. Los barcos que habían salido para acompañar a Jesús se habían visto en el mismo peligro que el de los discípulos. El terror y la desesperación se habían apoderado de sus ocupantes, pero la orden de Jesús había traído calma a la escena de tumulto. La furia de la tempestad había arrojado los barcos muy cerca unos de otros, y todos los que estaban a bordo de ellos habían presenciado el milagro. Una vez que se hubo restablecido la calma, el temor quedó olvidado. La gente murmuraba entre sí preguntando: “¿Qué hombre es éste que aun los vientos y la mar le obedecen?”
Cuando Jesús fue despertado para hacer frente a la tempestad, se hallaba en perfecta paz. No había en sus palabras ni en su mirada el menor vestigio de temor, porque no había temor en su corazón. Pero él no confiaba en la posesión de la omnipotencia. No era en calidad de “dueño de la tierra, del mar y del cielo” cómo descansaba en paz. Había depuesto ese poder, y aseveraba: “No puedo yo de mí mismo hacer nada”— Juan 5:30. Jesús confiaba en el poder del Padre; descansaba en la fe—la fe en el amor y cuidado de Dios, —y el poder de aquella palabra que calmó la tempestad era el poder de Dios.
Al cuidado de Jesús
Así como Jesús reposaba por la fe en el cuidado del Padre, así también hemos de confiar nosotros en el cuidado de nuestro Salvador. Si los discípulos hubiesen confiado en él, habrían sido guardados en paz. Su temor en el tiempo de peligro reveló su incredulidad. En sus esfuerzos por salvarse a sí mismos, se olvidaron de Jesús y únicamente cuando desesperando de lo que podían hacer, se volvieron a él, pudo ayudarles. ¡Cuán a menudo experimentamos nosotros lo que experimentaron los discípulos!
Cuando las tempestades de la tentación nos rodean y fulguran los fieros rayos y las olas nos cubren, batallamos solos con la tempestad, olvidándonos de que hay Uno que puede ayudarnos. Confiamos en nuestra propia fuerza hasta que perdemos nuestra esperanza y estamos a punto de perecer. Entonces nos acordamos de Jesús, y si clamamos a él para que nos salve, no clamaremos en vano. Aunque él con tristeza reprende nuestra incredulidad y confianza propia, nunca deja de darnos la ayuda que necesitamos. En la tierra o en el mar, si tenemos al Salvador en nuestro corazón, no necesitamos temer. La fe viva en el Redentor serenará el mar de la vida y de la manera que él reconoce como la mejor nos librará del peligro.
Otra enseñanza espiritual
Este milagro de calmar la tempestad encierra otra lección espiritual. La vida de cada hombre testifica acerca de la verdad de las palabras de la Escritura: “Los impíos son como la mar en tempestad, que no puede estarse quieta…. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos”— Isaías 57:20, 21. El pecado ha destruido nuestra paz. Mientras el yo no está subyugado, no podemos hallar descanso. Las pasiones predominantes en el corazón no pueden ser regidas por facultad humana alguna. Somos tan impotentes en esto como los discípulos para calmar la rugiente tempestad. Pero el que calmó las olas de Galilea ha pronunciado la palabra que puede impartir paz a cada alma.
Por fiera que sea la tempestad, los que claman a Jesús: “Señor, sálvanos” hallarán liberación. Su gracia, que reconcilia al alma con Dios, calma las contiendas de las pasiones humanas, y en su amor el corazón descansa. “Hace parar la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas. Alégranse luego porque se reposaron; y él los guía al puerto que deseaban”— Salmos 107:29, 30. “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”— —Romanos 5:1— “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de justicia, reposo y seguridad para siempre”— Isaías 32:17.