De la primera venida de Cristo, Pablo escribió: “Mas venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, … para que redimiese a los que estaban debajo de la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”—Gálatas 4:4, 5.
La venida de Cristo había sido predicha en el Edén. Cuando Adán y Eva oyeron por primera la promesa vez —Génesis 3:15—, esperaban que se cumpliese pronto. Dieron gozosamente la bienvenida a su primogénito esperando que fuese el Libertador. Pero el cumplimiento de la promesa tardó. Los que la recibieron primero, murieron sin verlo. Desde los días de Enoc —Judas 14—, la promesa fue repetida por medio de los patriarcas y los profetas, manteniendo viva la esperanza de su aparición, y sin embargo no había venido.
El tiempo señalado
La profecía de Daniel 9 revelaba el tiempo de su venida, pero no todos interpretaban correctamente el mensaje. Transcurrió un siglo tras otro, y las voces de los profetas cesaron. La mano del opresor pesaba sobre Israel, y muchos estaban listos para exclamar: “Se han prolongado los días, y fracasa toda visión”—Ezequiel 12:22
Los propósitos de Dios no conocen premura ni demora. Dios había anunciado a Abrahán la servidumbre de Israel en Egipto, y había declarado que el tiempo de su estada allí abarcaría cuatrocientos años. “Después de esto—dijo Dios, —saldrán con grande riqueza”—Génesis 15:14. “En el mismo día salieron todos los ejércitos de Jehová de la tierra de Egipto”—Éxodo 12:41.
Así también fue determinada en el concilio celestial la hora en que Cristo había de venir; y cuando el gran reloj del tiempo marcó aquella hora, Jesús nació en Belén.
El tiempo preparado para la primera venida
En ese momento las naciones estaban unidas bajo un mismo gobierno. Un idioma se hablaba extensamente y era reconocido por doquiera como la lengua literaria. De todos los países, los judíos dispersos acudían a Jerusalén para asistir a las fiestas anuales, y al volver a donde residían, podían difundir por el mundo las nuevas de la llegada del Mesías.
En aquel entonces los sistemas paganos estaban perdiendo su poder sobre la gente. Los hombres estaban cansados de ceremonias y fábulas. Deseaban con vehemencia una religión que dejase satisfecho el corazón. Aunque la luz de la verdad parecía haberse apartado de los hombres, había almas que buscaban la luz, llenas de perplejidad y tristeza.
Los hombres con ansia en los ojos, esperaban la llegada del Libertador, cuando se disiparían las tinieblas y se aclararía el misterio de lo futuro.
El tiempo profético
Hubo fuera de la nación judía, hombres que predijeron la primera venida de Cristo. Eran hombres que buscaban la verdad y a quienes se les había impartido el Espíritu de la inspiración. Tales maestros se habían levantado uno tras otro como estrellas en un firmamento oscuro, y sus palabras proféticas habían encendido esperanzas en el corazón de millares de gentiles.
Desde hacía varios siglos, las Escrituras estaban traducidas al griego, idioma extensamente difundido por todo el imperio romano. Los judíos se hallaban dispersos en todas partes y su espera del Mesías era compartida hasta cierto punto por los gentiles. Entre aquellos a quienes los judíos llamaban gentiles, había hombres que entendían mejor que los maestros de Israel las profecías bíblicas concernientes a la venida del Mesías. Algunos le esperaban como libertador del pecado.
Pero el fanatismo de los judíos estorbaba la difusión de la luz. Resueltos a mantenerse separados de las otras naciones, no estaban dispuestos a impartirles el conocimiento que aún poseían acerca de los servicios simbólicos. Debía venir el verdadero Intérprete. Aquel que fuera prefigurado por todos los símbolos debía explicar su significado. Dios había hablado al mundo por medio de la naturaleza, las figuras, los símbolos, los patriarcas y los profetas. Las lecciones debían ser dadas a la humanidad en su propio lenguaje. El Mensajero del pacto debía hablar. Su voz debía oírse en su propio templo.
La venida de Cristo
Cristo vino para pronunciar palabras que pudiesen comprenderse clara y distintamente. Él, el Autor de la verdad, separó la verdad del tamo de las declaraciones humanas que habían anulado su efecto. Los principios del gobierno de Dios y el plan de redención debían ser definidos claramente. Las lecciones del Antiguo Testamento debían ser presentadas plenamente a los hombres.
Quedaban entre los judíos, almas firmes, descendientes de aquel santo linaje por cuyo medio se había conservado el conocimiento de Dios. Confiaban aún en la esperanza de la promesa hecha a los padres. Leían que el Señor iba a ungir a Uno para “predicar buenas nuevas a los abatidos,” “vendar a los quebrantados de corazón,” “publicar libertad a los cautivos” y “promulgar año de la buena voluntad de Jehová”—Isaías 61:1, 2. Leían que pondría “en la tierra juicio; y las islas esperarán su ley,” como asimismo andarían “las gentes a su luz, y los reyes al resplandor de su nacimiento”—Isaías 42:4; 60:3.
Aunque pocos comprendían la naturaleza de la misión de Cristo, era muy difundida la espera de un príncipe poderoso que establecería su reino en Israel, y se presentaría a las naciones como libertador. El cumplimiento del tiempo había llegado.