La pesca milagrosa sobre el mar de Galilea tuvo como antesala una predicación de Jesús. Él hablaba sentado en un barco de pescadores, mecido de aquí para allá por las inquietas olas y proclamando las buenas nuevas de la salvación a una muchedumbre atenta que se apiñaba hasta la orilla del agua. Terminado el discurso, Jesús se volvió a Pedro y le ordenó que se dirigiese mar adentro y echase la red.
Pero Pedro estaba descorazonado. En toda la noche no había pescado nada. Durante las horas de soledad, se había acordado de la suerte de Juan el Bautista que estaba languideciendo solo en su mazmorra. Había pensado en las perspectivas que se ofrecían a Jesús y sus discípulos, en el fracaso de la misión en Judea y en la maldad de los sacerdotes y rabinos. Aun su propia ocupación le había fallado y mientras miraba sus redes vacías, el futuro le parecía oscuro. Dijo: “Maestro, habiendo trabajado toda la noche, nada hemos tomado, más en tu palabra echaré la red”—Lucas 5:5.
Una orden extraña
La noche era el único tiempo favorable para pescar con redes en las claras aguas del lago. Después de trabajar toda la noche sin éxito, parecía una empresa desesperada echar la red de día. Pero Jesús había dado la orden y el amor a su Maestro indujo a los discípulos a obedecerle. Juntos, Simón y su hermano, dejaron caer la red. Al intentar sacarla era tan grande la cantidad de peces que encerraba que empezó a romperse. Se vieron obligados a llamar a Santiago y Juan en su ayuda. Cuando hubieron asegurado la pesca, ambos barcos estaban tan cargados que corrían peligro de hundirse.
Pedro ya no pensaba en los barcos ni en su carga. La pesca milagrosa, más que cualquier otro milagro que hubiese presenciado, era para él una manifestación del poder divino. En Jesús vio a Aquel que tenía sujeta toda la naturaleza bajo su dominio. La presencia de la divinidad revelaba su propia falta de santidad. Le vencieron el amor a su Maestro, la vergüenza por su propia incredulidad, la gratitud por la condescendencia de Cristo, y sobre todo el sentimiento de su impureza frente a la pureza infinita. Mientras sus compañeros estaban guardando el contenido de la red, Pedro cayó a los pies del Salvador, exclamando: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”.
Era la misma presencia de la santidad divina la que había hecho caer al profeta Daniel como muerto delante del ángel de Dios. Él dijo: “Mi fuerza se me trocó en desmayo, sin retener vigor alguno”— Daniel 10:8. Así también cuando Isaías contempló la gloria del Señor, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”— Isaías 6:5. La humanidad, con su debilidad y pecado, se hallaba en contraste con la perfección de la divinidad y él se sentía completamente deficiente y falto de santidad.
Pescadores de hombres
El Salvador contestó: “No temas: desde ahora pescarás hombres”. Fue después que Isaías contempló la santidad de Dios y su propia indignidad, cuando se le confió el mensaje divino. Después que Pedro fuera inducido a negarse a sí mismo y a confiar en el poder divino fue cuando se le llamó a trabajar para Cristo. Hasta entonces, ninguno de los discípulos se había unido completamente a Jesús como colaborador suyo. Habían presenciado muchos de sus milagros, y habían escuchado su enseñanza, pero no habían abandonado totalmente su empleo anterior.
El encarcelamiento de Juan el Bautista había sido para todos ellos una amarga desilusión. Si tal había de ser el resultado de la misión de Juan, no podían tener mucha esperanza respecto a su Maestro, contra el cual estaban combinados todos los dirigentes religiosos. En esas circunstancias, les había sido un alivio volver por un corto tiempo a su pesca. Pero ahora Jesús los llamaba a abandonar su vida anterior y a unir sus intereses con los suyos. Pedro había aceptado el llamamiento.
Llegando a la orilla, Jesús invitó a los otros tres discípulos diciéndoles: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente lo dejaron todo, y le siguieron. Antes de pedir a los discípulos que abandonasen sus redes y barcos, Jesús les había dado la seguridad de que Dios supliría sus necesidades. Durante aquella triste noche pasada en el lago, mientras estaban separados de Cristo, los discípulos se vieron acosados por la incredulidad y el cansancio de un trabajo infructuoso. Pero su presencia reanimó su fe y les infundió gozo y éxito. Así también sucede con nosotros; separados de Cristo, nuestro trabajo es infructuoso, y es fácil desconfiar y murmurar. Pero cuando él está cerca y trabajamos bajo su dirección, nos regocijamos en la evidencia de su poder.
La enseñanza de la pesca milagrosa
La lección más profunda que la pesca milagrosa impartió a los discípulos es una lección para nosotros también a saber, que Aquel cuya palabra juntaba los peces de la mar podía impresionar los corazones humanos y atraerlos con las cuerdas de su amor, para que sus siervos fuesen “pescadores de hombres”. Eran hombres humildes y sin letras aquellos pescadores de Galilea, pero Cristo, la luz del mundo, tenía abundante poder para prepararlos para la posición a la cual los había llamado.
El Señor Jesús busca la cooperación de los que quieran ser conductos limpios para la comunicación de su gracia. Lo primero que deben aprender todos los que quieran trabajar con Dios, es la lección de desconfianza en sí mismos; entonces estarán preparados para que se les imparta el carácter de Cristo. Este no se obtiene por la educación en las escuelas más científicas. Es fruto de la sabiduría que se obtiene únicamente del Maestro divino. Jesús eligió a pescadores sin letras porque no habían sido educados en las tradiciones y costumbres erróneas de su tiempo. Eran hombres de capacidad innata, humildes y susceptibles de ser enseñados; hombres a quienes él podía educar para su obra.
En las profesiones comunes de la vida, hay muchos hombres que cumplen sus trabajos diarios, inconscientes de que poseen facultades que si fuesen puestas en acción, los pondrían a la altura de los hombres más estimados del mundo. Se necesita el toque de una mano hábil para despertar estas facultades dormidas. A hombres tales llamó Jesús para que fuesen sus colaboradores y les dio las ventajas de estar asociados con él. Nunca tuvieron los grandes del mundo un maestro semejante. Cuando los discípulos terminaron su período de preparación con el Salvador, no eran ya ignorantes y sin cultura; habían llegado a ser como él en mente y carácter, y los hombres se dieron cuenta de que habían estado con Jesús.
Cómo una pesca milagrosa transforma vidas
En los apóstoles de nuestro Señor no había nada que les pudiera reportar gloria. Era evidente que el éxito de sus labores se debía únicamente a Dios. La vida de estos hombres, el carácter que adquirieron y la poderosa obra que Dios realizó mediante ellos, atestiguan lo que él hará por aquellos que reciban sus enseñanzas y sean obedientes. El que más ame a Cristo hará la mayor suma de bien.
Con tal que los hombres estén dispuestos a soportar la disciplina necesaria, sin quejarse ni desmayar por el camino, Dios les enseñará hora por hora, día tras día. El anhela revelar su gracia. Dios toma a los hombres como son, y los educa para su servicio, si quieren entregarse a él. El Espíritu de Dios, recibido en el alma, vivificará todas sus facultades. Bajo la dirección del Espíritu Santo, la mente consagrada sin reserva a Dios se desarrolla armoniosamente y se fortalece para comprender y cumplir los requerimientos de Dios.
La devoción continua establece una relación tan íntima entre Jesús y su discípulo, que el cristiano llega a ser semejante a Cristo en mente y carácter. Mediante su relación con Cristo, tendrá miras más claras y amplias. Su discernimiento será más penetrante, su juicio mejor equilibrado. El que anhela servir a Cristo queda tan vivificado por el poder del Sol de justicia, que puede llevar mucho fruto para gloria de Dios.