Jesús camina sobre el agua y calma la tempestad

Jesús camina sobre el agua

Luego de la primera multiplicación de los panes, Jesús subió al monte apartado a orar. Oraba no por sí mismo sino por los hombres. El Salvador sabía que sus días de ministerio personal en la tierra estaban casi terminados y que pocos le recibirían como su Redentor. Con el alma trabajada y afligida, oró por sus discípulos. Ellos habían de ser intensamente probados.

Los discípulos no habían abandonado inmediatamente el lugar, según Jesús les había indicado. Aguardaron un tiempo, esperando que él viniese con ellos. Pero al ver que las tinieblas los rodeaban prestamente, “entrando en un barco, venían de la otra parte de la mar hacia Capernaúm”. Habían dejado a Jesús descontentos en su corazón, más impacientes que nunca con él desde que le reconocieran como su Señor. Murmuraban porque no les había permitido proclamarle rey. Se culpaban por haber cedido con tanta facilidad a su orden. Razonaban que, si hubiesen sido más persistentes, podrían haber logrado su propósito (Juan 6:15).

El amor a los honores

La incredulidad estaba posesionándose de su mente y corazón. Ellos sabían que Jesús era odiado de los fariseos y anhelaban verle exaltado como les parecía que debía serlo. El estar unidos con un Maestro que podía realizar grandes milagros, y, sin embargo, ser vilipendiados como engañadores era una prueba difícil de soportar. ¿Habían de ser tenidos siempre por discípulos de un falso profeta? ¿No habría nunca de asumir Cristo su autoridad como rey? ¿Por qué no se revelaba en su verdadero carácter el que poseía tal poder, y así hacía su senda menos dolorosa? Así razonaban los discípulos hasta que atrajeron sobre sí grandes tinieblas espirituales.

Ese día los discípulos habían presenciado las maravillosas obras de Jesús. Parecía que el cielo había bajado a la tierra. El recuerdo de aquel día precioso y glorioso debiera haberlos llenado de fe y esperanza. Si de la abundancia de su corazón hubiesen estado conversando respecto a estas cosas, no habrían entrado en tentación. Pero su desilusión absorbía sus pensamientos. Habían olvidado las palabras de Cristo: “Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada”.

Aquellas habían sido horas de gran bendición para los discípulos, pero las habían olvidado. Estaban en medio de aguas agitadas. Sus pensamientos eran tumultuosos e irrazonables, y el Señor les dio entonces otra cosa para afligir sus almas y ocupar sus mentes. Dios hace con frecuencia esto cuando los hombres se crean cargas y dificultades. Los discípulos no necesitaban hacerse dificultades. Una violenta tempestad estaba por sobrecogerles y ellos no estaban preparados para ella. Fue un contraste repentino, porque el día había sido perfecto, y cuando el huracán los alcanzó, sintieron miedo. Olvidaron su desafecto, su incredulidad, su impaciencia. Cada uno se puso a trabajar para impedir que el barco se hundiese.

La tempestad y las tinieblas

Por el mar, era corta la distancia que separaba a Betsaida del punto a donde esperaban encontrarse con Jesús, y en tiempo ordinario el viaje requería tan sólo unas horas, pero ahora eran alejados cada vez más del punto que buscaban. Hasta la cuarta vela de la noche lucharon con los remos. Entonces los hombres cansados se dieron por perdidos. En la tempestad y las tinieblas, el mar les había enseñado cuán desamparados estaban, y anhelaban la presencia de su Maestro.

Jesús no los había olvidado. El que velaba en la orilla vio a aquellos hombres que llenos de temor luchaban con la tempestad. Ni por un momento perdió de vista a sus discípulos. Con la más profunda solicitud, sus ojos siguieron al barco agitado por la tormenta con su preciosa carga; porque estos hombres habían de ser la luz del mundo. Como una madre vigila con tierno amor a su hijo, el compasivo Maestro vigilaba a sus discípulos. Cuando sus corazones estuvieron subyugados, apagada su ambición profana y en humildad oraron pidiendo ayuda, les fue concedida.

En el momento en que ellos se creyeron perdidos, un rayo de luz reveló una figura misteriosa que se acercaba a ellos sobre el agua. Pero no sabían que era Jesús. Tuvieron por enemigo al que venía en su ayuda. El terror se apoderó de ellos. Las manos que habían sujetado los remos con músculos de hierro, los soltaron. El barco se mecía al impulso de las olas, todos los ojos estaban fijos en esta visión de un hombre que andaba sobre las espumosas olas de un mar agitado. Ellos pensaban que era un fantasma que presagiaba su destrucción y gritaron atemorizados.

Señor, si tú eres, manda que yo vaya

Jesús siguió avanzando, como si quisiese pasar más allá de donde estaban ellos, pero le reconocieron, y clamaron a él pidiéndole ayuda. Su amado Maestro se volvió entonces, y su voz aquietó su temor: “Alentaos; yo soy, no temáis”. Tan pronto como pudieron creer el hecho prodigioso, Pedro se sintió casi fuera de sí de gozo. Como si apenas pudiese creer, exclamó: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven”. Mirando a Jesús,

Pedro andaba con seguridad; pero cuando con satisfacción propia, miró hacia atrás, a sus compañeros que estaban en el barco, sus ojos se apartaron del Salvador. El viento era borrascoso. Las olas se elevaban a gran altura, directamente entre él y el Maestro, y Pedro sintió miedo. Durante un instante, Cristo quedó oculto de su vista, y su fe le abandonó. Empezó a hundirse. Pero mientras las ondas hablaban con la muerte, Pedro elevó sus ojos de las airadas aguas y fijándolos en Jesús, exclamó: “Señor, sálvame”. Inmediatamente Jesús asió la mano extendida, diciéndole: “Oh hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”

Andando lado a lado, y teniendo Pedro su mano en la de su Maestro, entraron juntos en el barco. Pero Pedro estaba ahora subyugado y callado. No tenía motivos para alabarse más que sus compañeros, porque por la incredulidad y el ensalzamiento propio, casi había perdido la vida. Cuando apartó sus ojos de Jesús, perdió pie y se hundía en medio de las ondas.

Enseñanza para nosotros

Cuando la dificultad nos sobreviene, con cuánta frecuencia somos como Pedro. Miramos las olas en vez de mantener nuestros ojos fijos en el Salvador. Nuestros pies resbalan, y las orgullosas aguas sumergen nuestras almas. Jesús no le había pedido a Pedro que fuera a él para perecer; él no nos invita a seguirle para luego abandonarnos. “No temas—dice,—porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pasares por las aguas, yo seré contigo; y por los ríos, no te anegarán. Cuando pasares por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador”— Isaías 43:1-3.

Jesús leía el carácter de sus discípulos. Sabía cuán intensamente había de ser probada su fe. En este incidente sobre el mar, deseaba revelar a Pedro su propia debilidad, para mostrarle que su seguridad estaba en depender constantemente del poder divino. En medio de las tormentas de la tentación, podía andar seguramente tan solo si, desconfiando totalmente de sí mismo, fiaba en el Salvador. Donde Pedro se creía fuerte, era donde era débil; y hasta que pudo discernir su debilidad no pudo darse cuenta de cuánto necesitaba depender de Cristo. Si él hubiese aprendido la lección que Jesús trataba de enseñarle en aquel incidente sobre el mar, no habría fracasado cuando le vino la gran prueba.

Día tras día, Dios instruye a sus hijos. Por las circunstancias de la vida diaria, los está preparando para desempeñar su parte en aquel escenario más amplio que su providencia les ha designado. Es el resultado de la prueba diaria lo que determina su victoria o su derrota en la gran crisis de la vida.

Comprendiendo nuestra debilidad

Los que dejan de sentir que dependen constantemente de Dios, serán vencidos por la tentación. Podemos suponer ahora que nuestros pies están seguros y que nunca seremos movidos. Podemos decir con confianza: Yo sé a quién he creído; nada quebrantará mi fe en Dios y su Palabra. Pero Satanás está proyectando aprovecharse de nuestras características heredadas y cultivadas, y cegar nuestros ojos acerca de nuestras propias necesidades y defectos. Únicamente comprendiendo nuestra propia debilidad y mirando fijamente a Jesús, podemos estar seguros.

Apenas hubo tomado Jesús su lugar en el barco, cuando el viento cesó, “y luego el barco llegó a la tierra donde iban”. La noche de horror fue sucedida por la luz del alba. Los discípulos, y otros que estaban a bordo, se postraron a los pies de Jesús con corazones agradecidos, diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”.

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