Texto basado en Mateo 19:16-22; Marcos 10:17-22; Lucas 18:18-23.
“Y saliendo él para ir su camino, vino uno corriendo, e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?”
El joven que hizo esta pregunta era uno de los gobernantes. Tenía grandes posesiones y ocupaba un cargo de responsabilidad. Había visto el amor que Cristo manifestara hacia los niños que le trajeran; cuán tiernamente los recibiera y alzara en sus brazos y su corazón ardía de amor por el Salvador. Sentía deseo de ser su discípulo. Se había conmovido tan profundamente que mientras Cristo iba por su camino, corrió tras él y arrodillándose a sus pies le hizo con sinceridad y fervor esa pregunta de suma importancia para su alma y la de todo ser humano: “Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?”
La necesidad de algo que no poseía
“¿Por qué me llamas bueno? — dijo Cristo.—Ninguno es bueno sino uno, es a saber, Dios”. Jesús deseaba probar la sinceridad del joven y conseguir que expresara la manera en que lo consideraba bueno. ¿Se daba cuenta de que Aquel a quien hablaba era el Hijo de Dios? ¿Cuál era el verdadero sentimiento de su corazón? Este príncipe tenía en alta estima su propia justicia. No suponía, en realidad, que fuese deficiente en algo, pero no estaba completamente satisfecho. Sentía la necesidad de algo que no poseía. ¿Podría Jesús bendecirle como había bendecido a los niñitos y satisfacer la necesidad de su alma?
En respuesta a su pregunta, Jesús le dijo que la obediencia a los mandamientos de Dios era necesaria si quería obtener la vida eterna y citó varios de los mandamientos que muestran el deber del hombre para con sus semejantes. La respuesta del príncipe fue positiva: “Todo esto guardé desde mi juventud: ¿qué más me falta?” Cristo miró al rostro del joven como si leyera su vida y escudriñara su carácter. Le amaba y anhelaba darle la paz, la gracia y el gozo que cambiarían materialmente su carácter. “Una cosa te falta—le dijo:—ve, vende todo lo que tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz”.
Cristo se sentía atraído a este joven. Sabía que era sincero en su aserto: “Todo esto guardé desde mi juventud”. El Redentor anhelaba crear en él un discernimiento que le habilitara para ver la necesidad de una devoción nacida del corazón y de la bondad cristiana. Anhelaba ver en él un corazón humilde y contrito, que, consciente del amor supremo que ha de dedicarse a Dios, ocultara su falta en la perfección de Cristo.
Una sola cosa le faltaba
Jesús vio en este príncipe precisamente la persona cuya ayuda necesitaba si el joven quería llegar a ser colaborador con él en la obra de la salvación. Con tal que quisiera ponerse bajo la dirección de Cristo sería un poder para el bien. En un grado notable, el príncipe podría haber representado a Cristo; porque poseía cualidades que, si se unía con el Salvador, le habilitarían para llegar a ser una fuerza divina entre los hombres. Cristo, leyendo su carácter, le amó. El amor hacia Cristo estaba despertándose en el corazón del príncipe; porque el amor engendra amor.
Jesús anhelaba verle colaborar con él. Anhelaba hacerle como él, un espejo en el cual se reflejase la semejanza de Dios. Anhelaba desarrollar la excelencia de su carácter, y santificarle para uso del Maestro. Si el príncipe se hubiese entregado a Cristo, habría crecido en la atmósfera de su presencia. Si hubiese hecho esa elección, cuán diferente hubiera sido su futuro. “Una cosa te falta,” dijo Jesús. “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme”.
Cristo leyó el corazón del príncipe. Una sola cosa le faltaba, pero ésta era un principio vital. Necesitaba el amor de Dios en el alma. Esta sola falta, si no era suplida, le resultaría fatal; corrompería toda su naturaleza. Tolerándola, el egoísmo se fortalecería. A fin de que pudiese recibir el amor de Dios, debía renunciar a su supremo amor a sí mismo.
La renuncia al yo y la vida eterna
Cristo dio a este hombre una prueba. Le invitó a elegir entre el tesoro celestial y la grandeza mundanal. El tesoro celestial le era asegurado si quería seguir a Cristo. Pero debía renunciar al yo; debía confiar su voluntad al dominio de Cristo. La santidad misma de Dios le fue ofrecida al joven príncipe. Tuvo el privilegio de llegar a ser hijo de Dios y coheredero con Cristo del tesoro celestial. Pero debía tomar la cruz y seguir al Salvador con verdadera abnegación.
Las palabras de Cristo fueron en verdad para el príncipe la invitación: “Escogeos hoy a quién sirváis”— Josué 24:15. Le fue dejada a él la decisión. Jesús anhelaba que se convirtiera. Le había mostrado la llaga de su carácter, y con profundo interés vigilaba el resultado mientras el joven pesaba la cuestión. Si decidía seguir a Cristo, debía obedecer sus palabras en todo. Debía apartarse de sus proyectos ambiciosos.
Con qué anhelo ferviente, con qué ansia del alma miró el Salvador al joven, esperando que cediese a la invitación del Espíritu de Dios. Cristo presentó las únicas condiciones que pondrían al príncipe donde desarrollaría un carácter cristiano. Sus palabras eran palabras de sabiduría aunque parecían severas y exigentes. En su aceptación y obediencia estaba la única esperanza de salvación del príncipe. Su posición exaltada y sus bienes ejercían sobre su carácter una sutil influencia para el mal. Si los prefiriese, suplantarían a Dios en sus afectos. El guardar poco o mucho sin entregarlo a Dios sería retener aquello que reduciría su fuerza moral y eficiencia; porque si se aprecian las cosas de este inundo, por inciertas e indignas que sean, llegan a absorberlo todo.
La tristeza del príncipe
El príncipe discernió prestamente todo lo que entrañaban las palabras de Cristo y se entristeció. Si hubiese comprendido el valor del don ofrecido, se habría alistado prestamente como uno de los discípulos de Cristo. Era miembro del honorable concilio de los judíos, y Satanás le estaba tentando con lisonjeras perspectivas de lo futuro. Quería el tesoro celestial, pero también quería las ventajas temporales que sus riquezas le proporcionarían. Lamentaba que existiesen tales condiciones; deseaba la vida eterna, pero no estaba dispuesto a hacer el sacrificio necesario. El costo de la vida eterna le parecía demasiado grande y se fue triste “porque tenía muchas posesiones”.
Su aserto de que había guardado la ley de Dios era falso. Demostró que las riquezas eran su ídolo. No podía guardar los mandamientos de Dios mientras el mundo ocupaba el primer lugar en sus afectos. Amaba los dones de Dios más que al Dador. Cristo había ofrecido su comunión al joven. “Sígueme”, le dijo. El Salvador no significaba tanto para él como sus bienes o su propia fama entre los hombres. Renunciar al visible tesoro terrenal por el invisible y celestial era un riesgo demasiado grande. Rechazó el ofrecimiento de la vida eterna y se fue y desde entonces el mundo había de recibir su culto.
Millares están pasando por esta prueba y pesan a Cristo contra el mundo y muchos eligen el mundo. Como el joven príncipe se apartan del Salvador diciendo en su corazón: No quiero que este hombre me dirija. Se nos presenta el trato de Cristo con el joven como una lección objetiva. Dios nos dio la regla de conducta que debe seguir cada uno de sus siervos. Es la obediencia a su ley, no sólo una obediencia legal, sino una obediencia que penetra en la vida y se ejemplifica en el carácter.
Colaboradores con Cristo
Dios fijó su propia norma de carácter para todos los que quieren llegar a ser súbditos de su reino. Únicamente aquellos que lleguen a ser colaboradores con Cristo, únicamente aquellos que digan: Señor, todo lo que tengo y soy te pertenece, serán reconocidos como hijos e hijas de Dios. Todos deben considerar lo que significa desear el cielo y sin embargo apartarse de él por causa de las condiciones impuestas. Pensemos en lo que significa decir no a Cristo. El príncipe dijo: No, yo no puedo darte todo. ¿Decimos nosotros lo mismo? El Salvador ofrece compartir con nosotros la obra que Dios nos ha dado. Nos ofrece emplear los recursos que Dios nos ha dado, para llevar a cabo su obra en el mundo. Únicamente así puede salvarnos.
Los bienes del príncipe le habían sido confiados para que se demostrase fiel mayordomo; tenía que administrar estos bienes para beneficio de los menesterosos. También ahora confía Dios recursos a los hombres, así como talentos y oportunidades, a fin de que sean sus agentes para ayudar a los pobres y dolientes. El que emplea como Dios quiere los bienes que le han sido confiados llega a ser colaborador con el Salvador. Gana almas para Cristo, porque es representante de su carácter.
A los que, como el joven príncipe, ocupan altos puestos de confianza y tienen grandes posesiones, puede parecer un sacrificio demasiado grande el renunciar a todo a fin de seguir a Cristo. Pero esta es la regla de conducta para todos los que quieran llegar a ser sus discípulos. No puede aceptarse algo que sea menos que la obediencia. La entrega del yo es la substancia de las enseñanzas de Cristo. Con frecuencia es presentada y ordenada en un lenguaje que parece autoritario porque no hay otra manera de salvar al hombre que separándolo de aquellas cosas que, si las conservase, desmoralizarían todo el ser.
Cuando los discípulos de Cristo devuelven lo suyo al Señor, acumulan tesoros que se les darán cuando oigan las palabras: “Bien, buen siervo y fiel; … entra en el gozo de tu señor”. “El cual, habiéndole sido propuesto gozo, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y sentóse a la diestra del trono de Dios”— Mateo 25:23; Hebreos 12:2. El gozo de ver almas redimidas, almas eternamente salvadas, es la recompensa de todos aquellos que ponen los pies en las pisadas de Aquel que dijo: “Sígueme”.