Al leer en la Biblia sobre la tentación de Jesús en el desierto, vemos fue llevado por el Espíritu de Dios. Él no invitó a la tentación. Fue al desierto para estar solo, para contemplar su misión y su obra. Por el ayuno y la oración debía fortalecerse para andar en la senda manchada de sangre que iba a recorrer.
Marcos 1:12-13 “En seguida el Espíritu lo impulsó a ir al desierto, y allí fue tentado por Satanás durante cuarenta días. Estaba entre las fieras, y los ángeles le servían”.
La naturaleza caída
Satanás sabía que el Salvador había ido al desierto, y pensó que esa era la mejor ocasión para atacarle. Grandes eran para el mundo los resultados que estaban en juego. Después de inducir al hombre a pecar, Satanás reclamó la tierra como suya y se llamó príncipe de este mundo—Juan 12:31.
Habiendo hecho conformar a su propia naturaleza a nuestra especie, Satanás pensó establecer aquí su imperio. Mediante su dominio de los hombres, dominaba el mundo. Cristo había venido para desmentir esta pretensión. Como Hijo del hombre, Cristo iba a permanecer leal a Dios. Así se demostraría que Satanás no había obtenido completo dominio de la especie humana y que su pretensión al reino del mundo era falsa.
Todos los que deseasen liberación de su poder podrían ser librados. El dominio que Adán había perdido por causa del pecado, sería recuperado. Desde el anuncio hecho a la serpiente en el Edén: “Y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya”, Satanás sabía que no ejercía dominio absoluto sobre el mundo. Veía en los hombres la obra de un poder que resistía a su autoridad.
Entendiendo la tentación de Jesús en el desierto
Llevando sobre sí el terrible peso de los pecados del mundo, Cristo resistió la prueba del apetito, del amor al mundo y del amor a la ostentación que conduce a la presunción. Estas fueron las tentaciones que vencieron a Adán y Eva, y que tan fácilmente nos vencen a nosotros. Satanás había señalado el pecado de Adán como prueba de que la ley de Dios era injusta y que no podía ser acatada. En nuestra humanidad, Cristo había de resarcir el fracaso de Adán.
Cuando Adán fue asaltado por el tentador, no pesaba sobre él ninguno de los efectos del pecado. Gozaba de una plenitud de fuerza y virilidad, así como del perfecto vigor de la mente y el cuerpo. No sucedía lo mismo con Jesús cuando entró en el desierto para luchar con Satanás. Durante cuatro mil años la familia humana había estado perdiendo fuerza física y mental, así como valor moral; y Cristo tomó sobre sí las flaquezas de la humanidad degenerada.
Únicamente así podía rescatar al hombre de su degradación. Muchos sostienen que era imposible para Cristo ser vencido por la tentación. En tal caso, no podría haberse hallado en la posición de Adán; no podría haber obtenido la victoria que Adán dejó de ganar. Si en algún sentido tuviésemos que soportar nosotros un conflicto más duro que el que Cristo tuvo que soportar, Él no podría socorrernos. Pero nuestro Salvador tomó la humanidad con todo su pasivo. Se vistió de la naturaleza humana, con la posibilidad de ceder a la tentación. No tenemos que soportar nada que Él no haya soportado.
Venciendo el apetito
Para Cristo, como para la santa pareja del Edén, el apetito fue la base de la primera gran tentación. Precisamente donde empezó la ruina debe empezar la obra de nuestra redención. Así como por haber complacido el apetito Adán cayó, por sobreponerse al apetito Cristo debía vencer. “Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y llegándose a él el tentador, dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se hagan pan. Mas él respondiendo, dijo: Escrito está: No con sólo el pan vivirá el hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Cuando Jesús entró en el desierto, fue rodeado por la gloria del Padre. Pero la gloria se apartó de Él, y quedó solo para luchar con la tentación. Esta le apremiaba en todo momento. Su naturaleza humana rehuía el conflicto que le aguardaba. Durante cuarenta días ayunó y oró. Débil y demacrado por el hambre, macilento y agotado por la agonía mental, “desfigurado era su aspecto más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adán”—Isaías 52:14. Entonces vio Satanás su oportunidad. Pensó que podía vencer a Cristo.
Como en contestación a las oraciones del Salvador, se le presentó un ser que parecía un ángel del cielo. Aseveró haber sido comisionado por Dios para declarar que el ayuno de Cristo había terminado. El Salvador se hallaba debilitado por el hambre, y deseaba con vehemencia alimentos cuando Satanás se le apareció repentinamente. Señalando las piedras que estaban esparcidas por el desierto, y que tenían la apariencia de panes, el tentador dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se hagan pan”.
La primera tentación de Jesús
Aunque se presentó como ángel de luz delataban su carácter estas primeras palabras: “Si eres Hijo de Dios”. En ellas se insinuaba la desconfianza. Si Jesús hubiese hecho lo que Satanás sugería, habría aceptado la duda. El tentador se proponía derrotar a Cristo de la misma manera en que había tenido tanto éxito con la especie humana en el principio. ¡Cuán arteramente se había acercado Satanás a Eva en el Edén! “¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?”
Satanás le insinúa que Dios nunca quiso que su Hijo estuviese en tal estado. “Si eres el Hijo de Dios”, muéstrame tu poder aliviándote a ti mismo de esta hambre apremiante. Ordena que estas piedras sean transformadas en pan. Esperaba que bajo el imperio de la desesperación y el hambre extrema, Cristo perdería la fe en su Padre y obraría un milagro en su propio favor. Si lo hubiera hecho, habría malogrado el plan de salvación.
Cristo no había de ejercer el poder divino para su propio beneficio. Había venido para soportar la prueba como debemos soportarla nosotros, dejándonos un ejemplo de fe y sumisión. Ni en esta ocasión, ni en ninguna otra ulterior en su vida terrenal, realizó Él un milagro en favor suyo. Sus obras admirables fueron todas hechas para beneficio de otros. Jesús hizo frente a Satanás con las palabras de la Escritura. “Escrito está”, dijo. En toda tentación, el arma de su lucha era la Palabra de Dios. Satanás exigía de Cristo un milagro como señal de su divinidad. Pero aquello que es mayor que todos los milagros, una firme confianza en un “así dice Jehová,” era una señal que no podía ser controvertida.
La lección del dominio propio
Fue en el tiempo de la mayor debilidad cuando Cristo fue asaltado por las tentaciones más fieras. Así Satanás pensaba prevalecer y aun hoy sigue obrando de la misma manera. Siempre que una persona esté rodeada de nubes, se halle perpleja por las circunstancias, o afligida por la pobreza y angustia, Satanás está listo para tentarla y molestarla. Ataca los puntos débiles de nuestro carácter. Trata de destruir nuestra confianza en Dios porque Él permite que exista tal estado de cosas. Pero si nosotros le hiciéramos frente como lo hizo Jesús, evitaríamos muchas derrotas.
De todas las lecciones que se desprenden de la primera gran tentación de nuestro Señor, ninguna es más importante que la relacionada con el dominio de los apetitos y pasiones. En todas las edades, las tentaciones atrayentes para la naturaleza física han sido las más eficaces para corromper y degradar a la humanidad. Mediante la intemperancia, Satanás obra para destruir las facultades mentales y morales que Dios dio al hombre como un don inapreciable.
Así viene a ser imposible para los hombres apreciar las cosas de valor eterno. Mediante la complacencia de los sentidos, Satanás trata de borrar del alma todo vestigio de la semejanza divina. La sensualidad irrefrenada y la enfermedad y degradación consiguientes que existían en tiempos del primer advenimiento de Cristo, existirán, con intensidad agravada, antes de su segunda venida.
Como en los días del diluvio
Cristo declara que la condición del mundo será como en los días anteriores al diluvio y como en tiempos de Sodoma y Gomorra. Todo intento de los pensamientos del corazón será de continuo el mal. Estamos viviendo en la víspera misma de ese tiempo pavoroso, y la lección del ayuno del Salvador debe grabarse en nuestro corazón. Únicamente por la indecible angustia que soportó Cristo podemos estimar el mal que representa el complacer sin freno los apetitos. Su ejemplo demuestra que nuestra única esperanza de vida eterna consiste en sujetar los apetitos y pasiones a la voluntad de Dios.
En nuestra propia fortaleza, nos es imposible negarnos a los clamores de nuestra naturaleza caída. Cristo sabía que el enemigo se acercaría a todo ser humano para aprovecharse de las debilidades hereditarias y entrampar, mediante sus falsas insinuaciones, a todos aquellos que no confían en Dios. Y recorriendo el terreno que el hombre debe recorrer, nuestro Señor ha preparado el camino para que venzamos.
No es su voluntad que seamos puestos en desventaja en el conflicto con Satanás. No quiere que nos intimiden ni desalienten los asaltos de la serpiente. “Tened buen ánimo—dice;—yo he vencido al mundo”, Juan 16:33. Considere la tentación de Jesús en el desierto todo aquel que lucha contra el poder del apetito. Véale en su agonía sobre la cruz cuando exclamó: “Sed tengo”. Él padeció todo lo que nos puede tocar sufrir. Su victoria es nuestra.
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