La negación de Pedro, Jesús ante el sanedrín

El Sanedrín había declarado a Jesús digno de muerte, pero era contrario a la ley judaica juzgar a un preso de noche. Un fallo legal no podía pronunciarse sino a la luz del día y ante una sesión plenaria del concilio. No obstante esto, el Salvador fue tratado como criminal condenado, y entregado para ser ultrajado por los más bajos y viles de la especie humana.

El palacio del sumo sacerdote rodeaba un atrio abierto en el cual los soldados y la multitud se habían congregado. A través de ese patio, y recibiendo por todos lados burlas acerca de su aserto de ser Hijo de Dios, Jesús fue llevado a la sala de guardia. Sus propias palabras, “sentado a la diestra de la potencia” y “que viene en las nubes del cielo”, eran repetidas con escarnio. Mientras estaba en la sala de guardia aguardando su juicio legal, no estaba protegido.

Una angustia más intensa desgarraba el corazón de Jesús; ninguna mano enemiga podría haberle asestado el golpe que le infligió su dolor más profundo. Mientras estaba soportando las burlas de un examen delante de Caifás, Cristo había sido negado por uno de sus propios discípulos.

La primera negación

Después de abandonar a su Maestro en el huerto, dos de ellos se habían atrevido a seguir desde lejos a la turba que se había apoderado de Jesús. Estos discípulos eran Pedro y Juan. Los sacerdotes reconocieron a Juan como discípulo bien conocido de Jesús, y le dejaron entrar en la sala esperando que, al presenciar la humillación de su Maestro, repudiaría la idea de que un ser tal fuese Hijo de Dios. Juan habló en favor de Pedro y obtuvo permiso para que entrase también. En el atrio, se había encendido un fuego porque era la hora más fría de la noche, precisamente antes del alba. Un grupo se reunió en derredor del fuego, y Pedro se situó presuntuosamente entre los que lo formaban. No quería que lo reconocieran como discípulo de Jesús. Y mezclándose negligentemente con la muchedumbre, esperaba pasar por alguno de aquellos que habían traído a Jesús a la sala.

Al resplandecer la luz sobre el rostro de Pedro, la mujer que cuidaba la puerta le echó una mirada escrutadora. Ella había notado que había entrado con Juan, observó el aspecto de abatimiento que había en su cara y pensó que sería un discípulo de Jesús. Era una de las criadas de la casa de Caifás, y tenía curiosidad por saber si estaba en lo cierto. Dijo a Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?” Pedro se sorprendió y confundió; al instante todos los ojos del grupo se fijaron en él. El hizo como que no la comprendía, pero ella insistió y dijo a los que la rodeaban que ese hombre estaba con Jesús. Pedro se vio obligado a contestar, y dijo airadamente: “Mujer, no le conozco.” Esta era la primera negación, e inmediatamente el gallo cantó. ¡Oh, Pedro, tan pronto te avergüenzas de tu Maestro! ¡Tan pronto niegas a tu Señor!

El discípulo Juan, al entrar en la sala del tribunal, no trató de ocultar el hecho de que era seguidor de Jesús. No se mezcló con la gente grosera que vilipendiaba a su Maestro. No fue interrogado, porque no asumió una falsa actitud y así no se hizo sospechoso. Buscó un rincón retraído, donde quedase inadvertido para la muchedumbre, pero tan cerca de Jesús como le fuese posible estar. Desde allí, pudo ver y oír todo lo que sucedió durante el proceso de su Señor.

Me negarás tres veces

Pedro no había querido que conocieran su verdadero carácter. Al asumir un aire de indiferencia, se había colocado en el terreno del enemigo, y había caído fácil presa de la tentación. Si hubiese sido llamado a pelear por su Maestro, habría sido un soldado valeroso; pero cuando el dedo del escarnio le señaló, se mostró cobarde. Muchos que no rehuyen una guerra activa por su Señor, son impulsados por el ridículo a negar su fe. Asociándose con aquellos a quienes debieran evitar, se colocan en el camino de la tentación. Invitan al enemigo a tentarlos, y se ven inducidos a decir y hacer lo que nunca harían en otras circunstancias.

El discípulo de Cristo que en nuestra época disfraza su fe por temor a sufrir oprobio niega a su Señor tan realmente como lo negó Pedro en la sala del tribunal. Pedro procuraba no mostrarse interesado en el juicio de su Maestro, pero su corazón estaba desgarrado por el pesar al oír las crueles burlas y ver los ultrajes que sufría. Más aún, se sorprendía y airaba de que Jesús se humillase a sí mismo y a sus seguidores sometiéndose a un trato tal. A fin de ocultar sus verdaderos sentimientos, trató de unirse a los perseguidores de Jesús en sus bromas inoportunas, pero su apariencia no era natural. Mentía por sus actos, y mientras procuraba hablar despreocupadamente no podía refrenar sus expresiones de indignación por los ultrajes infligidos a su Maestro.

La atención se dirigió a él por segunda vez, y lo acusaron de nuevo de ser seguidor de Jesús. Declaró ahora con juramento: “No conozco al hombre”. Le dieron otra oportunidad. Transcurrió una hora, y uno de los criados del sumo sacerdote, pariente cercano del hombre a quien Pedro había cortado una oreja, le preguntó: “¿No te vi yo en el huerto con él?” “Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres Galileo, y tu habla es semejante.” Al oír esto, Pedro se enfureció. Los discípulos de Jesús eran conocidos por la pureza de su lenguaje, y a fin de engañar plenamente a los que le interrogaban y justificar la actitud que había asumido, Pedro negó ahora a su Maestro con maldiciones y juramentos. El gallo volvió a cantar. Pedro lo oyó entonces, y recordó las palabras de Jesús: “Antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces”.

Momentos de remordimiento

Mientras los juramentos envilecedores estaban todavía en los labios de Pedro y el agudo canto del gallo repercutía en sus oídos, el Salvador se desvió de sus ceñudos jueces y miró de lleno a su pobre discípulo. Al mismo tiempo, algo atrajo los ojos de Pedro hacia su Maestro. En aquel amable semblante, leyó profunda compasión y pesar, pero no había ira. Al ver ese rostro pálido y doliente, esos labios temblorosos y esa mirada de compasión y perdón, una sensación le atravesó el corazón como una flecha. Su conciencia se despertó. Los recuerdos acudieron a su memoria y Pedro rememoró la promesa que había hecho unas pocas horas antes, de que iría con su Señor a la cárcel y a la muerte. Recordó su pesar cuando el Salvador le dijo en el aposento alto que negaría a su Señor tres veces esa misma noche. Pedro acababa de declarar que no conocía a Jesús, pero ahora comprendía, con amargo pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había discernido su corazón, cuya falsedad desconocía él mismo.

Una oleada de recuerdos le abrumó. La tierna misericordia del Salvador, su bondad y longanimidad, su amabilidad y paciencia para con sus discípulos tan llenos de yerros: lo recordó todo. También recordó la advertencia: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte”. Reflexionó con horror en su propia ingratitud, su falsedad, su perjurio. Una vez más miró a su Maestro, y vio una mano sacrílega que le hería en el rostro. No pudiendo soportar ya más la escena, salió corriendo de la sala con el corazón quebrantado. Siguió corriendo en la soledad y las tinieblas, sin saber ni querer saber a dónde. Por fin se encontró en Getsemaní. Su espíritu evocó vívidamente la escena ocurrida algunas horas antes. El rostro dolorido de su Señor, manchado con sudor de sangre y convulsionado por la angustia, surgió delante de él. Recordó con amargo remordimiento que Jesús había llorado y agonizado en oración solo, mientras que aquellos que debieran haber estado unidos con él en esa hora penosa estaban durmiendo.

Recordó su solemne encargo: “Velad y orad, para que no entréis en tentación”. Volvió a presenciar la escena de la sala del tribunal. Torturaba su sangrante corazón el saber que había añadido él la carga más pesada a la humillación y el dolor del Salvador. En el mismo lugar donde Jesús había derramado su alma agonizante ante su Padre, cayó Pedro sobre su rostro y deseó morir. Por haber dormido cuando Jesús le había invitado a velar y orar, Pedro había preparado el terreno para su grave pecado. Todos los discípulos, por dormir en esa hora crítica, sufrieron una gran pérdida. Cristo conocía la prueba de fuego por la cual iban a pasar. Sabía cómo iba a obrar Satanás para paralizar sus sentidos a fin de que no estuviesen preparados para la prueba. Por lo tanto, los había amonestado. Si hubiesen pasado en vigilia y oración aquellas horas transcurridas en el huerto, Pedro no habría tenido que depender de su propia y débil fuerza.

De nuevo ante el Sanedrín

Tan pronto como fue de día, el Sanedrín volvió a reunirse y llevaron a Jesús de nuevo a la sala del concilio. Se había declarado Hijo de Dios, y habían torcido sus palabras de modo que constituyeran una acusación contra él. Pero no podían condenarle por esto, porque muchos de ellos no habían estado presentes en la sesión nocturna, y no habían oído sus palabras. Y sabían que el tribunal romano no hallaría en ellas cosa digna de muerte. Pero, si todos podían oírle repetir con sus propios labios estas mismas palabras, podrían obtener su objeto. Podían torcer su aserto de ser el Mesías hasta hacerlo aparecer como una tentativa de sedición política.

“¿Eres tú el Cristo?—dijeron,—dínoslo”. Pero Cristo permaneció callado. Continuaron acosándole con preguntas. Al fin, con acento de la más profunda tristeza, respondió: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis.” Pero a fin de que quedasen sin excusa, añadió la solemne advertencia: “Mas después de ahora el Hijo del hombre se asentará a la diestra de la potencia de Dios”. “¿Luego tú eres Hijo de Dios? preguntaron a una voz. Y él les dijo: “Vosotros decís que soy”. Clamaron entonces: “¿Qué más testimonio deseamos? porque nosotros lo hemos oído de su boca”. Y así, por la tercera condena de las autoridades judías, Jesús había de morir. Todo lo que era necesario ahora, pensaban, era que los romanos ratificasen esta condena, y le entregasen en sus manos.

Cuando los jueces pronunciaron la condena de Jesús, una furia satánica se apoderó del pueblo. El rugido de las voces era como el de las fieras. La muchedumbre corrió hacia Jesús, gritando: ¡Es culpable! ¡Matadle! De no haber sido por los soldados romanos, Jesús no habría vivido para ser clavado en la cruz del Calvario. Habría sido despedazado delante de sus jueces, si no hubiese intervenido la autoridad romana y, por la fuerza de las armas, impedido la violencia de la turba. Los paganos se airaron al ver el trato brutal infligido a una persona contra quien nada había sido probado. Los oficiales romanos declararon que los judíos, al pronunciar sentencia contra Jesús, estaban infringiendo las leyes del poder romano, y que hasta era contrario a la ley judía condenar a un hombre a muerte por su propio testimonio. Esta intervención introdujo cierta calma en los procedimientos; pero en los dirigentes judíos habían muerto la vergüenza y la compasión.

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