Texto basado en Juan 7:1-15, 37-39. La fiesta de las cabañas era la reunión final del año. Dios quería que en esta ocasión el pueblo reflexionara en su bondad y misericordia. Todo el país había estado bajo su dirección y recibiendo su bendición. Día y noche, su cuidado se había ejercido de continuo. El sol y la lluvia habían hecho fructificar la tierra. Se había recogido la cosecha de los valles y llanuras de Palestina. Se habían juntado las olivas y guardado el precioso aceite en vasijas. Las palmeras habían dado sus provisiones. Los purpúreos racimos de la vid habían sido hollados en el lagar.
Tres veces al año, los judíos debían congregarse en Jerusalén con propósitos religiosos. Dios quería que estos aniversarios llamaran hacia él la atención del pueblo. Con tan sólo pocas excepciones, los sacerdotes y dirigentes de la nación habían perdido de vista este propósito. La fiesta duraba siete días, y para su celebración los habitantes de Palestina, con muchos de otros países, dejaban sus casas y acudían a Jerusalén. De lejos y de cerca venía la gente, trayendo en las manos una prenda de regocijo. Todo lo que podía agradar al ojo, y dar expresión al gozo universal, era traído de los bosques; la ciudad tenía la apariencia de una hermosa selva.
La fiesta en cabañas o tabernáculos de ramas verdes.
Esta fiesta no solo se celebraba en agradecimiento por la cosecha, sino también en memoria del cuidado protector de Dios sobre Israel en el desierto. A fin de conmemorar su vida en tiendas, los israelitas moraban durante la fiesta en cabañas o tabernáculos de ramas verdes. Los erigían en las calles, en los atrios del templo, o en los techos de las casas. Las colinas y los valles que rodeaban a Jerusalén estaban también salpicados de estas moradas de hojas, y bullían de gente. Con cantos sagrados y agradecimiento, los adoradores celebraban esta ocasión.
Un poco antes de la fiesta venía el día de la expiación, en el cual, después de confesar sus pecados, el pueblo era declarado en paz con el Cielo. Se elevaba triunfalmente el salmo: “Alabad a Jehová, porque es bueno; porque para siempre es su misericordia”— Salmos 106:1— mientras que toda clase de música, mezclada con clamores de hosanna, acompañaba el canto al unísono. El templo era el centro del gozo universal. Allí se veía la pompa de las ceremonias de los sacrificios. Allí, alineado a ambos lados de las gradas de mármol blanco del edificio sagrado, el coro de levitas dirigía el servicio de canto. La multitud de los adoradores, agitando sus palmas y ramas de mirto, unía su voz a los acordes, y repetía el coro; y luego la melodía era entonada por voces cercanas y lejanas, hasta que de las colinas circundantes parecían brotar cantos de alabanza.
Pero la ceremonia más impresionante de la fiestade las cabañas, la que causaba el mayor regocijo, era una conmemoración de cierto acontecimiento de la estada en el desierto. Al alba del día, los sacerdotes emitían una larga y aguda nota con sus trompetas de plata y las trompetas que contestaban, así como los alegres gritos del pueblo desde sus cabañas, que repercutían por las colinas y los valles, daban la bienvenida al día de fiesta. Después, el sacerdote sacaba de las aguas del Cedrón un cántaro de agua, y alzándolo en alto mientras resonaban las trompetas, subía las altas gradas del templo, al compás de la música con paso lento y mesurado, cantando mientras tanto: “Nuestros pies estuvieron en tus puertas, oh Jerusalén”— Salmos 122:2.
El desconcierto de los hermanos de Jesús
Mientras los hijos de José se preparaban para asistir a la fiesta de las cabañas, vieron que Jesús no hacía nada que significara intención de asistir a ella. Desde la curación realizada en Betesda, no había asistido a las fiestas nacionales. A fin de evitar un conflicto inútil con los dirigentes de Jerusalén, había limitado sus labores a Galilea. Su aparente indiferencia hacia las grandes asambleas religiosas y la enemistad manifestada hacia él por los sacerdotes y rabinos, eran una causa de perplejidad para los que le rodeaban, y aun para sus discípulos y su familia.
Habían presenciado su vida sin tacha y aunque no se contaban entre sus discípulos, habían quedado profundamente impresionados por sus obras. Su popularidad en Galilea halagaba su ambición; todavía esperaban que diera una prueba de su poder que indujera a los fariseos a ver que él era lo que pretendía ser. ¡Y si fuese el Mesías, el Príncipe de Israel! Ellos acariciaban este pensamiento con orgullosa satisfacción.
Tanta ansiedad sentían acerca de esto, que rogaron a Jesús que fuese a Jerusalén. “Y dijéronle sus hermanos: Pásate de aquí, y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Que ninguno que procura ser claro hace algo en oculto. Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo”. El “si” expresaba duda e incredulidad. Le atribuían cobardía y debilidad. Si él sabía que era el Mesías, ¿por qué guardaba esta extraña reserva e inacción? Si poseía realmente tal poder, ¿por qué no iba audazmente a Jerusalén y aseveraba sus derechos? ¿Por qué no cumplía en Jerusalén las obras maravillosas que de él se relataban en Galilea?
Mi tiempo aún no ha venido
Estos hermanos de Jesús razonaban por el mismo motivo egoísta que con tanta frecuencia se encuentra en el corazón de los que aman la ostentación. Ese espíritu era el que gobernaba el mundo. Ellos se ofendían porque en vez de buscar un trono temporal, Cristo se había declarado el pan de vida. Quedaron muy desilusionados cuando tantos de sus discípulos le abandonaron. Ellos mismos se apartaron de él para escapar a la cruz que representaba el reconocer lo que sus obras revelaban: que era el Enviado de Dios.
“Díceles entonces Jesús: Mi tiempo aún no ha venido; mas vuestro tiempo siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo doy testimonio de él, que sus obras son malas. Vosotros subid a esta fiesta; yo no subo aún a esta fiesta, porque mi tiempo aún no es cumplido. Y habiéndoles dicho esto, quedóse en Galilea”. Sus hermanos le habían hablado en tono de autoridad, prescribiéndole la conducta que debía seguir. Les devolvió su reprensión, clasificándolos no con sus discípulos abnegados, sino con el mundo.
Desde Jerusalén las noticias de los milagros de Cristo se habían difundido dondequiera que estaban dispersos los judíos; y aunque durante muchos meses él había permanecido ausente de las fiestas, el interés en él no había disminuido. Muchos, de todas partes del mundo, habían venido a la fiesta de las cabañas con la esperanza de verle. Al principio de la fiesta, muchos preguntaron por él. Los fariseos y gobernantes esperaban que viniese, deseosos de tener oportunidad para condenarle. Preguntaban ansiosamente: “¿Dónde está?” Pero nadie lo sabía. En todas las mentes predominaban pensamientos relativos a él.
La llega de Jesús a la fiesta de las cabañas
Por temor a los sacerdotes y príncipes, nadie se atrevía a reconocerle como el Mesías, mas por doquiera había discusiones serenas pero fervorosas acerca de él. Muchos le defendían como enviado de Dios, mientras que otros le denunciaban como engañador del pueblo. Mientras tanto, Jesús había llegado silenciosamente a Jerusalén. Había elegido una ruta poco frecuentada a fin de evitar a los viajeros que se dirigían a la ciudad desde todas partes. Si se hubiese unido a cualquiera de las caravanas que subían a la fiesta, la atención pública hubiera sido atraída hacia él al entrar en la ciudad, y una demostración popular en su favor habría predispuesto a las autoridades contra él. Para evitar esto, prefirió hacer el viaje solo.
En medio de la fiesta, cuando la expectación acerca de él estaba en su apogeo, entró en el atrio del templo en presencia de la multitud. Porque estaba ausente de la fiesta, se había dicho que no se atrevía a colocarse bajo el poder de los sacerdotes y príncipes. Todos se sorprendieron al notar su presencia. Toda voz se acalló. Todos se admiraban de la dignidad y el valor de su porte en medio de enemigos poderosos sedientos de su vida. Así de pie, convertido en el centro de atracción de esa vasta muchedumbre, Jesús les habló como nadie lo había hecho. Sus palabras demostraban un conocimiento de las leyes e instituciones de Israel, del ritual de los sacrificios y las enseñanzas de los profetas, que superaba por mucho al de los sacerdotes y rabinos.
Con una variedad de representaciones advirtió a sus oyentes la calamidad que seguiría a todos los que rechazaran las bendiciones que él había venido a traerles. Les había dado toda prueba posible de que venía de Dios, y había hecho todo esfuerzo posible para inducirlos al arrepentimiento. No quería ser rechazado y asesinado por su propia nación si podía salvarla de la culpabilidad de un hecho semejante. Todos se admiraban de su conocimiento de la ley y las profecías; y de uno a otro pasaba la pregunta: “¿Cómo sabe este letras, no habiendo aprendido?” Nadie era considerado apto para ser maestro religioso a menos que hubiese estudiado en la escuela de los rabinos, y tanto Jesús como Juan el Bautista habían sido representados como ignorantes porque no habían recibido esta preparación.
Si alguno tiene sed, venga a mí y beba
Día tras día enseñaba a la gente, hasta el último, “el postrer día grande de la fiesta”. La mañana de aquel día halló al pueblo cansado por el largo período de festividades. De repente, Jesús alzó la voz, en tono que repercutía por los atrios del templo, y dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre”. La condición del pueblo daba fuerza a este llamamiento. Habían estado participando de una continua escena de pompa y festividad, sus ojos estaban deslumbrados por la luz y el color, y sus oídos halagados por la más rica música; pero no había nada en toda esta ceremonia que satisficiese las necesidades del espíritu, nada que aplacase la sed del alma por lo imperecedero.
El sacerdote había cumplido esa mañana la ceremonia que conmemoraba la acción de golpear la roca en el desierto. Esa roca era un símbolo de Aquel que por su muerte haría fluir raudales de salvación a todos los sedientos. Las palabras de Cristo eran el agua de vida. Allí en presencia de la congregada muchedumbre se puso aparte para ser herido, a fin de que el agua de la vida pudiese fluir al mundo. Al herir a Cristo, Satanás pensaba destruir al Príncipe de la vida; pero de la roca herida fluía agua viva. Mientras Jesús hablaba al pueblo, los corazones se conmovían con una extraña reverencia y muchos estaban dispuestos a exclamar, como la mujer de Samaria: “Dame esta agua, para que no tenga sed”.
Jesús conocía las necesidades del alma. La pompa, las riquezas y los honores no pueden satisfacer el corazón. “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Los ricos, los pobres, los encumbrados y los humildes son igualmente bienvenidos. Él promete aliviar el ánimo cargado, consolar a los tristes, dar esperanza a los abatidos. El clamor que Cristo dirige al alma sedienta sigue repercutiendo, y llega a nosotros con más fuerza que a aquellos que lo oyeron en el templo en aquel último día de la fiesta.