Jesús perdona y sana a un paralítico. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?”

Jesús sana

Jesús perdona y sana, de eso no hay duda. En su vida terrenal en algunos casos de curación, Jesús no concedió inmediatamente la bendición pedida. Cuando pedimos bendiciones terrenales, tal vez la respuesta a nuestra oración se dilate o Dios nos de algo diferente de lo que pedimos, pero no sucede así cuando pedimos liberación del pecado. Jesús perdona y quiere limpiarnos del pecado, hacernos hijos suyos y habilitarnos para vivir una vida santa.

Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro”— Gálatas 1:4. “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye”— 1 Juan 5:14.

La curación del paralítico

En la curación del paralítico de Capernaúm, Jesús sana y vuelve a enseñar la misma verdad. Hace este milagro para que se manifieste su poder de perdonar los pecados. Pero la curación del paralítico ilustra también otras verdades preciosas. Es una lección llena de enseñanza y estímulo, y por estar relacionada con los cavilosos fariseos, contiene también una advertencia. Como el leproso, este paralítico había perdido toda esperanza de restablecerse. Su enfermedad era resultado de una vida de pecado y sus sufrimientos eran amargados por el remordimiento.

Mucho antes había apelado a los fariseos y doctores con la esperanza de recibir alivio de sus sufrimientos mentales y físicos. Pero ellos lo habían declarado fríamente incurable y abandonado a la ira de Dios. Los fariseos consideraban la aflicción como una evidencia del desagrado divino, y se mantenían alejados de los enfermos y menesterosos. Sin embargo, cuán a menudo los mismos que se exaltaban como santos, eran más culpables que aquellos dolientes a quienes condenaban.

El paralítico se hallaba completamente desamparado y no viendo perspectiva de ayuda en ninguna parte, se había sumido en la desesperación. Entonces oyó hablar de las obras maravillosas de Jesús. Le contaron que otros tan pecaminosos e imposibilitados como él habían quedado sanos; aun leprosos habían sido limpiados. Y los amigos que le referían estas cosas, le animaban a creer que él también podría curarse si lo pudieran llevar a Jesús. Pero su esperanza decaía cuando recordaba cómo había contraído su enfermedad. Temía que el Médico puro no le tolerase en su presencia.

Puedes limpiarme

Sin embargo, no era tanto la curación física como el alivio de su carga de pecado lo que deseaba. Si podía ver a Jesús, y recibir la seguridad del perdón y de la paz con el Cielo, estaría contento de vivir o de morir, según fuese la voluntad de Dios. No había tiempo que perder. Rogó a sus amigos que le llevasen en su camilla hasta Jesús, y con gusto ellos intentaron hacerlo. Pero tan densa era la muchedumbre que se había congregado alrededor y en el interior de la casa en que Jesús estaba, que era imposible para el enfermo y sus amigos llegar hasta él, o siquiera llegar al alcance de su voz.

Jesús estaba enseñando en la casa de Pedro. Según su costumbre, los discípulos estaban sentados alrededor de él, y los fariseos y doctores de la ley estaban sentados, los cuales habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de Judea y Jerusalén. Habían venido como espías, buscando un motivo para acusar a Jesús. Repetidas veces, los que transportaban al paralítico trataron de abrirse paso a través de la muchedumbre, pero en vano. El enfermo miraba en derredor suyo, con angustia indecible. ¿Cómo podía abandonar su esperanza cuando la ayuda que había anhelado durante tanto tiempo estaba tan cerca? Por su indicación, sus amigos le llevaron al techo de la casa, y abriendo un boquete en dicho techo, le bajaron a los pies de Jesús.

El discurso quedó interrumpido. El Salvador miró el rostro entristecido y vio los ojos suplicantes que se clavaban en él. Comprendía el caso; había atraído a sí este espíritu perplejo y combatido por la duda. Mientras el paralítico estaba todavía en su casa, el Salvador había convencido su conciencia. Cuando se arrepintió de sus pecados, y creyó en el poder de Jesús para sanarle, la misericordia vivificadora del Salvador había bendecido primero su corazón anhelante. Jesús había visto el primer destello de la fe convertirse en la creencia de que él era el único auxiliador del pecador y la había visto fortalecerse con cada esfuerzo hecho para llegar a su presencia.

Confía hijo, tus pecados te son perdonados

Ahora, con palabras que cayeron como música en los oídos del enfermo, el Salvador dijo: “Confía, hijo; tus pecados te son perdonados”. La carga de desesperación se desvaneció del alma del enfermo; la paz del perdón penetró en su espíritu y resplandeció en su rostro. Su dolor físico desapareció y todo su ser se transformó. El paralítico impotente estaba sano, el culpable pecador, perdonado. Con fe sencilla aceptó las palabras de Jesús como la bendición de una nueva vida. No presentó otro pedido, sino que permaneció en bienaventurado silencio, demasiado feliz para hablar. La luz del cielo se reflejaba en su semblante, y los concurrentes miraban la escena con reverencia.

Los rabinos habían esperado ansiosamente para ver en qué forma iba a disponer Cristo de ese caso. Recordaban cómo el hombre se había dirigido a ellos en busca de ayuda, y le habían negado toda esperanza o simpatía. No satisfechos con esto, habían declarado que sufría la maldición de Dios por causa de sus pecados. Esas cosas acudieron nuevamente a su mente cuando vieron al enfermo delante de sí. Notaron el interés con que todos miraban la escena y los abrumó el temor de perder su influencia sobre el pueblo.

Estos dignatarios no cambiaron palabras entre sí, sino que mirándose los rostros unos a otros leyeron el mismo pensamiento en cada uno, de que algo había que hacer para detener la marea de los sentimientos. Jesús había declarado que los pecados del paralítico eran perdonados. Los fariseos se aferraron a estas palabras como una blasfemia y concibieron que podrían presentarse como un pecado digno de muerte. Dijeron en su corazón: “Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?”.

Jesús perdona y sana

Fijando en ellos una mirada bajo la cual se atemorizaron y retrocedieron, Jesús dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados; o decir: Levántate, y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados, (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”. Entonces el que había sido traído en una camilla a Jesús, se puso de pie con la elasticidad y fuerza de la juventud. Todo órgano de su cuerpo se puso en repentina actividad. El rosado color de la salud sucedió a la palidez de la muerte cercana. “Entonces él se levantó luego, y tomando su lecho, se salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca tal hemos visto”.

Para restaurar la salud a ese cuerpo que se corrompía, no se necesitaba menos que el poder creador. La misma voz que infundió vida al hombre creado del polvo de la tierra, había infundido vida al paralítico moribundo. Y el mismo poder que dio vida al cuerpo, había renovado el corazón. El que en la creación “dijo, y fue hecho”, “mandó, y existió”— Salmos 33:9— había infundido por su palabra vida al alma muerta en delitos y pecados. La curación del cuerpo era una evidencia del poder que había renovado el corazón.

Cristo ordenó al paralítico que se levantase y anduviese, “para que sepáis—dijo—que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados”. El paralítico halló en Cristo curación, tanto para el alma como para el cuerpo. A la curación espiritual siguió la restauración física. Esta lección no debe pasarse por alto. Hay hoy día miles que están sufriendo de enfermedad física y que, como el paralítico, anhelan el mensaje: “Tus pecados te son perdonados”. La carga de pecado, con su intranquilidad y deseos no satisfechos es el fundamento de sus enfermedades. No pueden hallar alivio hasta que vengan al Médico del alma. La paz que él solo puede dar, impartiría vigor a la mente y salud al cuerpo.

Yo he venido para que tengan vida

Jesús vino para “deshacer las obras del diablo”. “En él estaba la vida”, y él dice: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Tiene todavía el mismo poder vivificante que, mientras estaba en la tierra, sanaba a los enfermos y perdonaba al pecador. El “perdona todas tus iniquidades,” él “sana todas tus dolencias”— Salmos 103:3. El efecto producido sobre el pueblo por la curación del paralítico fue como si el cielo, después de abrirse, hubiese revelado las glorias de un mundo mejor. Mientras que el hombre curado pasaba por entre la multitud, bendiciendo a Dios a cada paso, y llevando su carga como si hubiese sido una pluma, la gente retrocedía para darle paso, y con temerosa reverencia le miraban los circunstantes, murmurando entre sí: “Hemos visto maravillas hoy”.

En la casa del paralítico sanado, hubo gran regocijo cuando él volvió a su familia, trayendo con facilidad la cama sobre la cual se le había llevado de su presencia poco tiempo antes. Le rodearon con lágrimas de alegría, casi sin atreverse a creer lo que veían sus ojos. Estaba delante de ellos, en el pleno vigor de la virilidad. Aquellos brazos que ellos habían visto sin vida obedecían prestamente a su voluntad. La carne que se había encogido, adquiriendo un color plomizo, era ahora fresca y rosada. El hombre andaba con pasos firmes y libres. En cada rasgo de su rostro estaban escritos el gozo y la esperanza; y una expresión de pureza y paz había reemplazado los rastros del pecado y del sufrimiento.

De aquel hogar subieron alegres palabras de agradecimiento y Dios quedó glorificado por medio de su Hijo, que había devuelto la esperanza al desesperado y fuerza al abatido. Este hombre y su familia estaban listos para poner sus vidas por Jesús. Ninguna duda enturbiaba su fe, ninguna incredulidad manchaba su lealtad hacia Aquel que había impartido luz a su oscurecido hogar.

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