Textos base: Mateo 20:20-28; Marcos 10:32-45; Lucas 18:31-34.
El tiempo de la Pascua se estaba acercando, y de nuevo Jesús se dirigió hacia Jerusalén. Su corazón tenía la paz de la perfecta unidad con la voluntad del Padre, y con paso ansioso avanzaba hacia el lugar del sacrificio. Pero un sentimiento de misterio, de duda y temor, sobrecogía a los discípulos. El Salvador “iba delante de ellos, y se espantaban, y le seguían con miedo”.
Otra vez Jesús llamó a sí a los doce, y con mayor claridad que nunca les explicó su entrega y sufrimientos. “He aquí—dijo él— subimos a Jerusalén, y serán cumplidas todas las cosas que fueron escritas por los profetas, del Hijo del hombre. Porque será entregado a las gentes, y será escarnecido, e injuriado y escupido. Y después que le hubieren azotado, le matarán: mas al tercer día resucitará. Pero ellos nada de estas cosas entendían, y esta palabra les era encubierta, y no entendían lo que se decía”.
¿No habían proclamado poco antes por doquiera: “El reino de los cielos se ha acercado”? ¿Cristo mismo no había prometido que muchos se sentarían con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios? ¿No había prometido a cuantos lo habían dejado todo por su causa cien veces tanto en esta vida y una parte en su reino? ¿Y no había hecho a los doce la promesa especial de que ocuparían puestos de alto honor en su reino, a saber, que se sentarían en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel?
La solicitud de Santiago y Juan
Juan hijo de Zebedeo, fue uno de los dos primeros discípulos que siguieran a Jesús. Él y su hermano Santiago habían estado entre el primer grupo que había dejado todo por servirle. Alegremente habían abandonado su familia y sus amigos para poder estar con él; habían caminado y conversado con él. Él había aquietado sus temores, aliviado sus sufrimientos y confortado sus pesares, los había librado de peligros y con paciencia y ternura les había enseñado, hasta que sus corazones parecían unidos al suyo, y en su ardor y amor anhelaban estar más cerca de él que nadie en su reino.
Juan buscaba situarse junto al Salvador en cada oportunidad, y Santiago deseaba honra en una estrecha relación con él. Su madre, discípula de Cristo, lo servía generosamente con sus recursos. Con el amor y la ambición de una madre por sus hijos, codiciaba para ellos el lugar más honrado en el nuevo reino. Por esto, los animó a hacer una petición. La madre y sus hijos vinieron a Jesús para pedirle que les otorgara algo que anhelaban en su corazón.
“¿Qué queréis que os haga?” preguntó él. La madre pidió: “Di que se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu mano derecha, y el otro a tu izquierda, en tu reino”. Jesús los trató con ternura y no censuró su egoísmo por buscar preferencia sobre sus hermanos. Leía sus corazones y conocía la profundidad de su cariño hacia él. El amor de ellos no era un afecto meramente humano; aunque fluía a través de la terrenidad de sus conductos humanos, era una emanación de la fuente de su propio amor redentor. Él no lo criticó, sino que lo ahondó y purificó. Dijo: “¿Podéis beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados del bautismo de que yo soy bautizado?” Ellos recordaron sus misteriosas palabras, que señalaban la prueba y el sufrimiento, pero contestaron confiadamente: “Podemos”.
Al que venciere
“A la verdad mi vaso beberéis, y del bautismo de que yo soy bautizado, seréis bautizados,” dijo él. Delante de él, había una cruz en vez de un trono, y por compañeros suyos, a su derecha y a su izquierda, dos malhechores. Juan y Santiago tuvieron que participar de los sufrimientos con su Maestro; uno fue el primero de los hermanos que pereció a espada; el otro, el que por más tiempo hubo de soportar trabajos, vituperio y persecución.
“Mas el sentaros a mi mano derecha y a mi izquierda—continuó Jesús, —no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está aparejado de mi Padre”. En el reino de los cielos, no se alcanza la posición por favoritismo. No se la gana ni se la recibe como un regalo arbitrario. Es el resultado del carácter. La corona y el trono son las prendas de una condición alcanzada; son las arras de la victoria sobre sí mismo por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Largo tiempo después, cuando se había unido en simpatía con Cristo por la participación de sus sufrimientos, el Señor le reveló a Juan cuál es la condición de la proximidad en su reino. “Al que venciere—dijo Cristo, —yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”. “Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, … y mi nombre nuevo”— Apocalipsis 3:21, 12.
El puesto más alto en el reino
El que estará más cerca de Cristo será el que en la tierra haya bebido más hondamente del espíritu de su amor desinteresado— amor que “no hace sinrazón, no se ensancha; … no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal”, —amor que mueve al discípulo como movía al Señor, a dar todo, a vivir, trabajar y sacrificarse, aun hasta la muerte, para la salvación de la humanidad. Este espíritu se puso de manifiesto en la vida de Pablo. Él dijo: “Porque para mí el vivir es Cristo”, porque su vida revelaba a Cristo ante los hombres; “y el morir es ganancia”, ganancia para Cristo; la muerte misma pondría de manifiesto el poder de su gracia y ganaría almas para él. “Será engrandecido Cristo en mi cuerpo—dijo él,—o por vida, o por muerte”— Filipenses 1:21, 20.
Cuando los diez se enteraron de la petición de Santiago y Juan, se disgustaron mucho. El puesto más alto en el reino era precisamente lo que cada uno estaba buscando para sí mismo, y se enojaron porque los dos discípulos habían obtenido una aparente ventaja sobre ellos. Otra vez pareció renovarse la contienda en cuanto a cuál sería el mayor, cuando Jesús, llamándolos a sí, dijo a los indignados discípulos: “Sabéis que los que se ven ser príncipes entre las gentes, se enseñorean de ellas, y los que entre ellas son grandes, tienen sobre ellas potestad. Mas no será así entre vosotros”.
En los reinos del mundo, la posición significaba engrandecimiento propio. Se obligaba al pueblo a existir para beneficio de las clases gobernantes. La influencia, la riqueza y la educación eran otros tantos medios de dominar al vulgo para que sirviera a los dirigentes. Las clases superiores debían pensar, decidir, gozar y gobernar; las inferiores debían obedecer y servir. La religión, como todas las demás cosas, era asunto de autoridad. Se esperaba que el pueblo creyera y practicara lo que indicaran sus superiores. Se desconocía totalmente el derecho del hombre como hombre, de pensar y obrar por sí mismo.
El hijo del hombre no vino para ser servido
Cristo estaba estableciendo un reino sobre principios diferentes. El llamaba a los hombres, no a asumir autoridad, sino a servir, a sobrellevar los fuertes las flaquezas de los débiles. El poder, la posición, el talento y la educación colocaban a su poseedor bajo una obligación mayor de servir a sus semejantes. Aun al menor de los discípulos de Cristo se dice: “Porque todas las cosas son por vuestra causa”— 2 Corintios 4:15.
“El hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”. Entre los discípulos, Cristo era en todo sentido un guardián, un portador de cargas. Él compartía su pobreza, practicaba la abnegación personal en beneficio de ellos, iba delante de ellos para allanar los lugares más difíciles, y pronto iba a consumar su obra en la tierra entregando su vida. El principio por el cual Cristo se regía debe regir a los miembros de la iglesia, la cual es su cuerpo. El plan y fundamento de la salvación es el amor. En el reino de Cristo los mayores son los que siguen el ejemplo dado por él y actúan como pastores de su rebaño.
La enseñanza del Salvador
Los principios y las palabras mismas de la enseñanza del Salvador, en su divina hermosura, permanecieron en la memoria del discípulo amado. En sus últimos días, el pensamiento central del testimonio de Juan a las iglesias era: “Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros”. “En esto hemos conocido el amor, porque él puso su vida por nosotros: también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos”— 1 Juan 3:11, 16.
Tal era el espíritu que animaba a la iglesia primitiva. Después del derramamiento del Espíritu Santo, “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma: y ninguno decía ser suyo algo de lo que poseía; mas todas las cosas les eran comunes”. “Ningún necesitado había entre ellos”. “Y los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran esfuerzo; y gran gracia era en todos ellos”—Hechos 4:32, 34, 33.