En la parábola del buen samaritano, Cristo ilustra la naturaleza de la verdadera religión. Muestra que esta no consiste en sistemas, credos, o ritos, sino en la realización de actos de amor, en hacer el mayor bien a otros, en la bondad genuina.
Mientras Cristo estaba enseñando a la gente, “he aquí, un doctor de la ley se levantó, tentándole y diciendo: Maestro, ¿haciendo qué cosa poseeré la vida eterna?” Con expectante atención, la muchedumbre congregada esperó la respuesta. Los sacerdotes y rabinos habían pensado enredar a Cristo induciendo al doctor de la ley a dirigirle esta pregunta. Pero el Salvador no entró en controversia. Exigió la respuesta al mismo interrogador. “¿Qué está escrito en la ley? —dijo él—¿cómo lees?”. Los judíos seguían acusando a Jesús de tratar con liviandad la ley dada desde el Sinaí; pero Él encauzó el problema de la salvación hacia la observancia de los mandamientos de Dios.
La práctica de la justicia
El doctor de la ley dijo: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús dijo: “Bien has respondido: haz esto, y vivirás”. Esta respuesta, al ser elogiada por Cristo, colocó al Salvador en un terreno ventajoso frente a los rabinos. No podrían condenarle por haber sancionado lo declarado por un expositor de la ley. “Haz esto, y vivirás”, dijo Jesús. Presentó la ley como una unidad divina, enseñando así que es imposible guardar un precepto y quebrantar otro; porque el mismo principio corre por todos ellos. El destino del hombre será determinado por su obediencia a toda la ley. El amor supremo a Dios y el amor imparcial al hombre son los principios que deben practicarse en la vida.
El legista se reconoció transgresor de la ley. Bajo las palabras escrutadoras de Cristo, se vio culpable. No practicaba la justicia de la ley que pretendía conocer. No había manifestado amor hacia su prójimo. Necesitaba arrepentirse; pero en vez de hacerlo, trató de justificarse. En lugar de reconocer la verdad, trató de mostrar cuán difícil es la observancia de los mandamientos. Así esperaba mantener a raya la convicción de su culpabilidad y vindicarse ante el pueblo. Las palabras del Salvador habían demostrado que su pregunta era innecesaria, puesto que él mismo había podido contestarla. Con todo, hizo otra, diciendo: “¿Quién es mi prójimo?”
¿A quién debo ayudar?
Esta cuestión provocaba entre los judíos interminables disputas. No tenían dudas en cuanto a los paganos y los samaritanos; estos eran extranjeros y enemigos. Pero ¿dónde debía hacerse la distinción entre la gente de su propia nación y entre las diferentes clases de la sociedad? ¿A quiénes debían considerar como prójimos el sacerdote, el rabino, el anciano? Se pasaban la vida en un sin fin de ceremonias para purificarse. Enseñaban que el trato con la multitud ignorante y descuidada causaba una contaminación cuya supresión requería tedioso esfuerzo. ¿Debían considerar a los “inmundos” como prójimos?
De nuevo Jesús rehusó entrar en una controversia. No denunció el fanatismo de aquellos que le estaban vigilando para condenarle. Pero relatando una sencilla historia, la parábola del buena samaritano, expuso a sus oyentes un cuadro tal del superabundante amor celestial, que tocó todos los corazones y arrancó del doctor de la ley una confesión de la verdad. El modo de disipar las tinieblas consiste en dar entrada a la luz. La mejor manera de tratar con el error consiste en presentar la verdad. Es la revelación del amor de Dios lo que pone de manifiesto la deformidad y el pecado de la egolatría.
La necesidad de los afligidos y el actuar del buen samaritano
“Un hombre—dijo Jesús—descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Y aconteció, que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, se pasó de un lado. Y asimismo un Levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, se pasó de un lado”. Al ir de Jerusalén a Jericó, el viajero tenía que pasar por una región del desierto de Judea. El camino atravesaba una hondonada que estaba infestada de ladrones y era a menudo teatro de violencias. Allí fue donde el viajero fue atacado, despojado de todo lo que tenía valor, herido y magullado, y dejado medio muerto junto al camino.
Mientras yacía en esta condición vino el sacerdote por ese camino; pero dirigió tan sólo una mirada de soslayo al herido. Luego apareció el levita. Curioso por saber lo que había acontecido, se detuvo y miró al doliente. Estaba convencido de lo que debía hacer; pero no era un deber agradable. Deseaba no haber venido por ese camino, para no haber necesitado ver al herido. Se persuadió de que el caso no le concernía. Estos dos hombres pertenecían al oficio sagrado y profesaban exponer las Escrituras. Pertenecían a la clase especialmente elegida para representar a Dios ante el pueblo. Se debían “compadecer de los ignorantes y extraviados,” a fin de guiar a los hombres al conocimiento del gran amor de Dios hacia la humanidad.
La provisión para los necesitados
La obra que estaban llamados a hacer era la misma que Jesús había descrito como suya cuando dijo: “El Espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres: me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados”.
En su providencia, Dios había guiado al sacerdote y al levita a lo largo del camino en el cual yacía el herido doliente, a fin de que pudieran ver que necesitaba misericordia y ayuda. Todo el cielo observaba para ver si el corazón de esos hombres sería movido por la piedad hacia el infortunio humano.
Las provisiones misericordiosas de la ley se extendían aun a los animales inferiores, que no pueden expresar con palabras sus necesidades y sufrimientos. Por medio de Moisés se habían dado instrucciones a los hijos de Israel al respecto: “Si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo. Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás entonces desamparado? Sin falta ayudarás con él a levantarlo.” Pero mediante el hombre herido por los ladrones, Jesús presentó el caso de un hermano que sufría. ¡Cuánto más debieran haberse conmovido de piedad hacia él que hacia una bestia de carga!
Justicia hacia los caídos
Por medio de Moisés se les había advertido que el Señor su Dios, era “Dios grande, poderoso, y terrible”, “que hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero”. Por lo cual Él ordenó: “Amaréis pues al extranjero”. “Ámalo como a ti mismo”. Job había dicho: “El extranjero no tenía fuera la noche; mis puertas abría al caminante”. Y cuando dos ángeles en forma de hombres fueron a Sodoma, Lot, inclinándose con su rostro a tierra, dijo: “Ahora, pues, mis señores, os ruego que vengáis a casa de vuestro siervo y os hospedéis”.
Con todas estas lecciones el sacerdote y el levita estaban familiarizados, pero no las ponían en práctica. Educados en la escuela del fanatismo nacional, habían llegado a ser egoístas, de ideas estrechas, y exclusivistas. Cuando miraron al hombre herido, no podían afirmar si pertenecía a su nación o no. Pensaron que podía ser uno de los samaritanos, y se alejaron.
¿Qué significa ser buen samaritano?
Un buen samaritano, de viaje, vino a donde estaba el doliente, y al verlo se compadeció de él. No preguntó si el extraño era judío o gentil. Si fuera judío, bien sabía el samaritano que de haber sido los casos de ambos a la inversa, el hombre le habría escupido en la cara y pasado de largo con desprecio. No consideró que él mismo se exponía a la violencia al detenerse en ese lugar. Le bastaba el hecho de que había delante de él un ser humano víctima de la necesidad y el sufrimiento. Se quitó sus propias vestiduras para cubrirlo. Usó para curar y refrescar al hombre herido la provisión de aceite y vino que llevaba para el viaje. Lo alzó sobre su propia bestia y lo condujo lentamente a paso uniforme, de modo que el extraño no fuera sacudido y sus dolores no aumentaran.
Lo llevó a un mesón y lo cuidó durante la noche, vigilándolo con ternura. Por la mañana, cuando el enfermo había mejorado, el samaritano se propuso seguir su camino. Pero antes de hacerlo, lo encomendó al huésped, pagó los gastos y dejó un depósito en su favor; y no contento aún con esto, hizo provisión para cualquier necesidad adicional. Después de terminar la historia, Jesús fijó sus ojos en el doctor de la ley, con una mirada que parecía leer su alma, y dijo: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los ladrones?”
El doctor de la ley no quiso tomar, ni aun ahora, el nombre del buen samaritano en sus labios, y contestó: “El que usó con él de misericordia”. Jesús dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”.
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¿Quién es mi prójimo?
Cristo demostró que nuestro prójimo no es meramente quien pertenece a la misma iglesia o fe que nosotros. No tiene que ver con distinción de raza, color o clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es todo aquel que pertenece a Dios.
Mediante la historia del buen samaritano, Jesús pintó un cuadro de sí mismo y de su misión. El hombre había sido engañado, estropeado, robado y arruinado por Satanás, y abandonado para que pereciese; pero el Salvador se compadeció de nuestra condición desesperada. Dejó su gloria, para venir a redimirnos. Nos halló a punto de morir, y se hizo cargo de nuestro caso. Sanó nuestras heridas. Nos cubrió con su manto de justicia. Nos proveyó un refugio seguro e hizo completa provisión para nosotros a sus propias expensas. Murió para redimirnos. Señalando su propio ejemplo, dice a sus seguidores: “Esto os mando: Que os améis los unos a los otros.” “Como os he amado, que también os améis los unos a los otros”.
La pregunta del doctor de la ley a Jesús había sido: “¿Haciendo qué cosa poseeré la vida eterna?” Y Jesús, reconociendo el amor a Dios y al hombre como la esencia de la justicia, le había dicho: “Haz esto, y vivirás.” El samaritano había obedecido los dictados de un corazón bondadoso y amante, y con esto había dado pruebas de ser observador de la ley. Cristo le ordenó al doctor de la ley: “Ve, y haz tú lo mismo”. Se espera que los hijos de Dios hagan, y no meramente digan. “El que dice que está en Él, debe andar como Él anduvo”.
¿Qué nos enseña la lección del buen samaritano hoy?
La lección del buen samaritano no se necesita menos hoy en el mundo que cuando salió de los labios de Jesús. El egoísmo y la fría formalidad casi han extinguido el fuego del amor y disipado las gracias que podrían hacer fragante el carácter. Muchos de los que profesan su nombre han perdido de vista el hecho de que los cristianos deben representar a Cristo. A menos que practiquemos el sacrificio personal para bien de otros, en el círculo familiar, en el vecindario, en la iglesia, y en dondequiera que podamos, cualquiera sea nuestra profesión, no somos cristianos.
Cristo unió sus intereses con los de la humanidad, y nos pide que nos identifiquemos con él para la salvación de la humanidad. “De gracia recibisteis—dice Él—dad de gracia”. El pecado es el mayor de todos los males y debemos apiadarnos del pecador y ayudarle. Son muchos los que yerran y sienten su vergüenza y desatino.
Tienen hambre de palabras de aliento. Miran sus equivocaciones y errores hasta que casi son arrojados a la desesperación. No debemos descuidar estas almas. Si somos cristianos, no pasaremos de un lado, manteniéndonos tan lejos como nos sea posible de aquellos que más necesitan nuestra ayuda.
Cuando veamos un ser humano en angustia, sea por la aflicción o por el pecado, nunca diremos: Esto no me incumbe. “Vosotros que sois espirituales, restaurad al tal con el espíritu de mansedumbre”. Hablemos palabras de fe y valor que serán como bálsamo sanador para el golpeado y herido. Muchos son los que han desmayado y están desanimados en la gran lucha de la vida, cuando una palabra de bondadoso estímulo los hubiera fortalecido para vencer. Nunca debemos pasar junto a un alma que sufre sin tratar de impartirle el consuelo con el cual somos nosotros consolados por Dios.
Cuando los hijos de Dios manifiestan misericordia…
Todo esto no es sino el cumplimiento del principio de la ley—el principio ilustrado en la historia del buen samaritano y manifestado en la vida de Jesús. Su carácter revela el verdadero significado de la ley, y muestra qué es amar al prójimo como a nosotros mismos. Y cuando los hijos de Dios manifiestan misericordia, bondad y amor hacia todos los hombres, también atestiguan el carácter de los estatutos del cielo. Dan testimonio de que “la ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma”. Y cualquiera que deja de manifestar este amor viola la ley que profesa reverenciar.
Por el sentimiento que manifestamos hacia nuestros hermanos, reflejado por el buen samaritano, declaramos cuál es nuestro sentimiento hacia Dios. El amor de Dios en el corazón es la única fuente de amor al prójimo. “Si alguno dice, Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” Amados, “si nos amamos unos a otros, Dios está en nosotros, y su amor es perfecto en nosotros”.