La fe del centurión y la resurrección del hijo de una viuda

A Cristo le entristecía que su propia nación requiriese esas señales externas de su carácter de Mesías. Repetidas veces se había asombrado de su incredulidad. Pero también se asombró de la fe del centurión que vino a él. El centurión no puso en duda el poder del Salvador. Ni siquiera le pidió que viniese en persona a realizar el milagro. “Solamente di la palabra—dijo, —y mi mozo sanará”.

El siervo del centurión había sido herido de parálisis y estaba a punto de morir. Entre los romanos los siervos eran esclavos que se compraban y vendían en los mercados, y eran tratados con ultrajes y crueldad. Pero el centurión amaba tiernamente a su siervo, y deseaba grandemente que se restableciese. Creía que Jesús podría sanarle. No había visto al Salvador, pero los informes que había oído le habían inspirado fe. A pesar del formalismo de los judíos, este oficial romano estaba convencido de que tenían una religión superior a la suya. Ya había derribado las vallas del prejuicio y odio nacionales que separaban a los conquistadores de los conquistados. Había manifestado respeto por el servicio de Dios, y demostrado bondad a los judíos, adoradores de Dios.

En la enseñanza de Cristo, según le había sido explicada, hallaba lo que satisfacía la necesidad del alma. Todo lo que había de espiritual en él respondía a las palabras del Salvador. Pero se sentía indigno de presentarse ante Jesús, y rogó a los ancianos judíos que le pidiesen que sanase a su siervo. Pensaba que ellos conocían al gran Maestro, y sabrían acercarse a él para obtener su favor.

El deseo del centurión

Al entrar Jesús en Capernaúm, fue recibido por una delegación de ancianos, que le presentaron el deseo del centurión. Le hicieron notar que era “digno de concederle esto; que ama nuestra nación, y él nos edificó una sinagoga”.  Jesús se puso inmediatamente en camino hacia la casa del oficial; pero, asediado por la multitud, avanzaba lentamente. Las nuevas de su llegada le precedieron, y el centurión, desconfiando de sí mismo, le envió este mensaje: “Señor, no te incomodes, que no soy digno que entres debajo de mi tejado”.

Pero el Salvador siguió andando, y el centurión, atreviéndose por fin a acercársele, completó su mensaje diciendo: “Ni aun me tuve por digno de venir a ti; más di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto en potestad, que tengo debajo de mí soldados; y digo a este: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace”. Como represento el poder de Roma y mis soldados reconocen mi autoridad como suprema, así tú representas el poder del Dios infinito y todas las cosas creadas obedecen tu palabra. Puedes ordenar a la enfermedad que se aleje, y te obedecerá. Puedes llamar a tus mensajeros celestiales, y ellos impartirán virtud sanadora. Pronuncia tan sólo la palabra, y mi siervo sanará.

 “Lo cual oyendo Jesús, se maravilló de él, y vuelto, dijo a las gentes que le seguían: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe”. Y al centurión le dijo: “Como creíste te sea hecho. Y su mozo fue sano en el mismo momento”.

La fe del centurión

Los ancianos judíos que recomendaron el centurión a Cristo habían demostrado cuánto distaban de poseer el espíritu del Evangelio. No reconocían que nuestra gran necesidad es lo único que nos da derecho a la misericordia de Dios. En su propia justicia, alababan al centurión por los favores que había manifestado a “nuestra nación”. Pero el centurión dijo de sí mismo: “No soy digno”. Su corazón había sido conmovido por la gracia de Cristo. Veía su propia indignidad; pero no temió pedir ayuda. No confiaba en su propia bondad; su argumento era su gran necesidad. Su fe echó mano de Cristo en su verdadero carácter. Así es como cada pecador puede venir a Cristo. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, más por su misericordia nos salvó”— Tito 3:5.

El centurión, nacido en el paganismo y educado en la idolatría de la Roma imperial, adiestrado como soldado, aparentemente separado de la vida espiritual por su educación y ambiente, y aún más por el fanatismo de los judíos y el desprecio de sus propios compatriotas para con el pueblo de Israel, percibió la verdad a la cual los hijos de Abrahán eran ciegos. No aguardó para ver si los judíos mismos recibirían a Aquel que declaraba ser su Mesías. Al resplandecer sobre él “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”— Juan 1:9— aunque se hallaba lejos, había discernido la gloria del Hijo de Dios.

Para Jesús, ello era una prenda de la obra que el Evangelio iba a cumplir entre los gentiles. Con gozo miró anticipadamente a la congregación de almas de todas las naciones en su reino. Con profunda tristeza, describió a los judíos lo que les acarrearía el rechazar la gracia: “Os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino de los cielos: Mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera: allí será el lloro y el crujir de dientes”.

Un nuevo milagro

A unos treinta kilómetros de Capernaúm, en una altiplanicie que dominaba la ancha y hermosa llanura de Esdraelón, se hallaba la aldea de Naín, hacia la cual Jesús encaminó luego sus pasos. Le acompañaban muchos de sus discípulos, con otras personas, y a lo largo de todo el camino la gente acudía, deseosa de oír sus palabras de amor y compasión, trayéndole sus enfermos para que los sanase, y siempre con la esperanza de que el que ejercía tan maravilloso poder se declararía Rey de Israel. Una multitud le rodeaba a cada paso; pero era una muchedumbre alegre y llena de expectativa la que le seguía por la senda pedregosa que llevaba hacia las puertas de la aldea montañesa.

Mientras se acercaban, vieron venir hacia ellos un cortejo fúnebre que salía de las puertas. A paso lento y triste, se encaminaba hacia el cementerio. En un féretro abierto, llevado al frente, se hallaba el cuerpo del muerto, y en derredor de él estaban las plañideras, que llenaban el aire con sus llantos. Todos los habitantes del pueblo parecían haberse reunido para demostrar su respeto al muerto y su simpatía hacia sus afligidos deudos.

Era una escena propia para despertar simpatías. El muerto era el hijo unigénito de su madre viuda. La solitaria doliente iba siguiendo a la sepultura a su único apoyo y consuelo terrenal. “Y como el Señor la vio, compadecióse de ella”. Mientras ella seguía ciegamente llorando, sin notar su presencia, él se acercó a ella, y amablemente le dijo: “No llores”. Jesús estaba por cambiar su pesar en gozo, pero no podía evitar esta expresión de tierna simpatía.

A ti digo, levántate

“Y acercándose, tocó el féretro”. Ni aun el contacto con la muerte podía contaminarle. Los portadores se pararon y cesaron los lamentos de las plañideras. Los dos grupos se reunieron alrededor del féretro, esperando contra toda esperanza. Allí se hallaba un hombre que había desterrado la enfermedad y vencido demonios; ¿estaba también la muerte sujeta a su poder?

 Con voz clara y llena de autoridad pronunció estas palabras: “Mancebo, a ti digo, levántate”. Esa voz penetra los oídos del muerto. El joven abre los ojos, Jesús le toma de la mano y lo levanta. Su mirada se posa sobre la que estaba llorando junto a él, y madre e hijo se unen en un largo, estrecho y gozoso abrazo. La multitud mira en silencio, como hechizada. “Y todos tuvieron miedo”. Por un rato permanecieron callados y reverentes, como en la misma presencia de Dios. Luego “glorificaban a Dios, diciendo: Que un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y que Dios ha visitado a su pueblo”. El cortejo fúnebre volvió a Naín como una procesión triunfal. “Y salió esta fama de él por toda Judea, y por toda la tierra de alrededor”.  

El que estuvo al lado de la apesadumbrada madre cerca de la puerta de Naín, vela con toda persona que llora junto a un ataúd. Se conmueve de simpatía por nuestro pesar. Su corazón, que amó y se compadeció, es un corazón de invariable ternura. Su palabra, que resucitó a los muertos, no es menos eficaz ahora que cuando se dirigió al joven de Naín. Él dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”— Mateo 28:18. Ese poder no ha sido disminuido por el transcurso de los años, ni agotado por la incesante actividad de su rebosante gracia. Para todos los que creen en él, es todavía un Salvador viviente.

De muerte a vida

Jesús cambió el pesar de la madre en gozo cuando le devolvió su hijo; sin embargo, el joven no fue sino restaurado a esta vida terrenal, para soportar sus tristezas, sus afanes, sus peligros, y para volver a caer bajo el poder de la muerte. Pero Jesús consuela nuestra tristeza por los muertos con un mensaje de esperanza infinita: “Yo soy … el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos…. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte”.

Dios dice a todos los que están muertos en el pecado: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos”— Efesios 5:14. Esa palabra es vida eterna. Como la palabra de Dios, que ordenó al primer hombre que viviera, sigue dándonos vida; como la palabra de Cristo: “Mancebo, a ti digo, levántate,” dio la vida al joven de Naín, así también aquella palabra: “Levántate de los muertos,” es vida para el alma que la recibe. Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo”— Colosenses 1:13. En su palabra, todo nos es ofrecido. Si la recibimos, tenemos liberación.

“Y si el Espíritu de Aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó a Cristo Jesús de los muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. “Porque el mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero: luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos, juntamente con ellos seremos arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”. Tales son las palabras de consuelo con que él nos invita a que nos consolemos unos a otros.

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