En la Biblia se nos invita a tener la fe de la mujer cananea, una fe viva, y a ponerla en práctica. Seguro que todos queremos más poder de Dios, pero vivimos con mucha incredulidad. Tenemos más fe en nuestro propio obrar que en lo que puede hacer Dios por nosotros. Hacemos planes y proyectos, pero oramos poco, y la clave pasa por comprender nuestra necesidad de Dios. En otras ocasiones pedimos pero no perseveramos en mantener esos pedidos ante el Señor.
En Tiro y Sidón
Mateo 15:21-28 “Y saliendo Jesús de allí, se fue a las partes de Tiro y de Sidón. Y he aquí una mujer cananea, que había salido de aquellos términos, clamaba, diciéndole: Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí; mi hija está enferma, poseída del demonio”.
Este pasaje viene precedido de varios hechos importantes. En el capítulo anterior en Mateo, tenemos a Jesús predicando en Betsaida en la región de Galilea —es decir al pueblo de Israel— con la multiplicación de los cinco panes y dos peces para alimentar a los cinco mil. Tenemos en esa noche que Jesús manda adelante a sus discípulos en la barca, vienen fuertes vientos y Jesús los alcanza caminando sobre el agua y hasta el mismo Pedro “caminó”. Es decir, grandes demostraciones del poder del Señor. Pero al llegar al otor lado del mar, en Capernaúm hubo una gran crisis donde fariseos confrontan a Jesús, este le muestra a su pueblo su misión espiritual y muchos deciden abandonarlo porque no era el mesías militar y político que esperaban. A pesar de todo lo que habían oído y visto dudaron y dejaron de creer en Jesús.
Después de esto, Jesús se fue a la región montañosa de Fenicia donde ocurre el encuentro del pasaje de hoy. ¿Dónde quedaba Fenicia? Ya no estaba Jesús en tierra de judíos, sino en tierra pagana. Al venir a esa región, en cierta manera esperaba encontrar el retraimiento que no había podido conseguir en Betsaida, es decir, no enfrentaría las polémicas de Israel, ni las confrontaciones. Pero además tenía un segundo propósito con este viaje.
La mujer cananea
Aquí está el encuentro con la mujer siro fenicia, una mujer pagana. Una mujer que nos va a dejar una gran lección de fe para todos los que creemos en Jesús. Recordemos que los habitantes de esta región eran idólatras, de paso despreciados y odiados por los judíos. A esta clase pertenecía la mujer que ahora había venido a Jesús.
Había muchos judíos que vivían entre los fenicios, y las noticias de la obra de Cristo habían penetrado hasta esa región. Algunos de los habitantes habían escuchado sus palabras, y habían presenciado sus obras maravillosas. La mujer cananea había oído hablar del profeta, quien, según se decía, sanaba toda clase de enfermedades. Al oír hablar de su poder, la esperanza había nacido en su corazón. Inspirada por su amor maternal, resolvió presentarle el caso de su hija. Había resuelto llevar su aflicción a Jesús. Ella había buscado ayuda en los dioses paganos, pero no la había obtenido. Decidió no perder su única esperanza.
Cristo conocía la situación de esta mujer. Ahora, sabía que ella anhelaba verle, y se colocó en su camino. Ayudándola en su aflicción, Él podía dar una representación viva de la lección que quería enseñar. Para esto había traído a sus discípulos. Deseaba que ellos viesen la ignorancia existente en las ciudades y aldeas cercanas a la tierra de Israel.
La respuesta de Cristo
El pueblo al cual había sido dada toda oportunidad de comprender la verdad — Israel— no conocía las necesidades de aquellos que le rodeaban. No hacía ningún esfuerzo para ayudar a las almas que estaban en tinieblas. El muro de separación que el orgullo judío había erigido impedía hasta a los discípulos sentir simpatía por el mundo pagano.
“Mas él no le respondió palabra. Entonces llegándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: Despáchala, pues da voces tras nosotros. Y él respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la Casa de Israel. Entonces ella vino, y le adoró, diciendo: Señor socórreme. Y respondiendo él, dijo: No es bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. Y ella dijo: Sí, Señor; mas los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres. Y fue sana su hija desde aquella hora”.
Cristo no respondió inmediatamente a la petición de la mujer. Recibió a esta representante de una raza despreciada como la habrían recibido los judíos. Con ello quería que sus discípulos notasen la manera fría y despiadada con que los judíos tratarían un caso tal evidenciándola en su recepción de la mujer, y la manera compasiva con que quería que ellos tratasen una angustia tal, según la manifestó en la subsiguiente concesión de lo pedido por ella.
La mujer cananea no perdió su fe
Mientras Él obraba como si no la hubiese oído, ella le siguió y continuó suplicándole. Molestados por su importunidad, los discípulos pidieron a Jesús que la despidiera. Veían que su Maestro la trataba con indiferencia y por lo tanto, suponían que le agradaba el prejuicio de los judíos contra los cananeos. Mas era a un Salvador compasivo a quien la mujer dirigía su súplica, y en respuesta a la petición de los discípulos, Jesús dijo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Aunque esta respuesta parecía estar de acuerdo con el prejuicio de los judíos, era una reprensión implícita para los discípulos, quienes la entendieron más tarde como destinada a recordarles lo que Él les había dicho con frecuencia, a saber, que había venido al mundo para salvar a todos los que querían aceptarle.
La mujer presentaba su caso con instancia y creciente fervor, postrándose a los pies de Cristo y clamando: “Señor, socórreme”. Pregunta: ¿esto es lo que hacemos cuando necesitamos del Señor? ¿Nos postramos y suplicamos “¿Señor, socórreme?”. ¿Presentamos nuestro caso con instancia y creciente fervor?
Jesús, aparentando todavía rechazar sus súplicas, según el prejuicio despiadado de los judíos, contestó: “No es bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. Esto era virtualmente aseverar que no era justo conceder a los extranjeros y enemigos de Israel las bendiciones traídas al pueblo favorecido de Dios.
El momento de la respuesta
Pero la mujer vio que había llegado su oportunidad. Bajo la aparente negativa de Jesús, vio una compasión que Él no podía ocultar. “Sí, Señor—contestó; —mas los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Mientras que los hijos de la casa comen en la mesa del padre, los perros mismos no quedan sin alimento. Tienen derecho a las migajas que caen de la mesa abundantemente surtida. Así que mientras muchas bendiciones se daban a Israel, ¿no había también alguna para ella? Y recordemos que venimos de escenas donde los mismos judíos despreciaban a Jesús, el dador de las bendiciones.
Si era considerada como perro, ¿no tenía, como tal, derecho a una migaja de su gracia? Jesús acababa de apartarse de su campo de labor porque los escribas y fariseos estaban tratando de quitarle la vida. Ellos murmuraban y se quejaban. Manifestaban incredulidad y amargura, y rechazaban la salvación que tan gratuitamente se les ofrecía. Y aquí Cristo se encuentra con un miembro de un pueblo despreciado, que no no favorecido por la luz de la Palabra de Dios; y sin embargo esa persona se entrega en seguida a la divina influencia de Cristo y tiene fe implícita en su capacidad de concederle el favor pedido.
Ruega que se le den las migajas que caen de la mesa del Maestro. Si puede tener el privilegio de un perro, está dispuesta a considerarse como tal. No tiene prejuicio nacional ni religioso, ni orgullo alguno que influya en su conducta, y reconoce inmediatamente a Jesús como el Redentor y como capaz de hacer todo lo que ella le pide.
Grande es tu fe
El Salvador está satisfecho. Ha probado su fe en Él. Por su trato con ella, ha demostrado que aquella que Israel había considerado como paria, no es ya extranjera sino hija en la familia de Dios. Y como hija, es su privilegio participar de los dones del Padre. Cristo le concede ahora lo que le pedía, y concluye la lección para los discípulos. Volviéndose hacia ella con una mirada de compasión y amor, dice: “Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres.” Desde aquella hora su hija quedó sana. El demonio no la atormentó más. La mujer se fue reconociendo a su Salvador y feliz por haber obtenido lo que pidiera.
A veces con vergüenza nos damos cuenta que en el mundo existen personas que no conocen tanto del Señor como nosotros pero que creen en Él con tanto fervor que van mucho más adelante en la fe, y saben lo que es pedir, clamar. Y nosotros tendemos a abandonar y a desanimarnos pronto cuando la respuesta tarda. El Señor quiere que de verdad nos apropiemos de la bendición, que clamemos, que la reclamemos, que lo probemos, pero hay más queja y murmuración que oración y fe.
La visita del Salvador a Fenicia y el milagro realizado allí tenían un propósito aún más amplio. Esta obra no fue hecha solamente para la mujer afligida, los discípulos de Cristo y los que recibieran sus labores, sino para los que estamos actuando hoy. El espíritu que levantó el muro de separación entre judíos y gentiles sigue obrando. El orgullo y el prejuicio han levantado fuertes murallas de separación entre diferentes clases de hombres. Cristo y su misión han sido mal representados, y multitudes se sienten virtualmente apartadas del ministerio del Evangelio. Pero no deben sentirse separadas de Cristo.
Confiar en el Señor
Con fe, la mujer de Fenicia a pesar del desaliento, sin prestar atención a las apariencias que podrían haberla inducido a dudar, confió en el amor del Salvador. Así es como Cristo desea que confiemos en Él. Las bendiciones de la salvación son para cada alma. No es lo que vemos o sentimos, es lo que dios dijo que hará porque Él no miente. la fe no puede dejarse llevar por los sentimientos.
En las Escrituras hay promesas preciosas hechas a los que esperan en el Señor. Todos deseamos la respuesta inmediata a las oraciones y nos sentimos tentados a desanimarnos si estas no son contestadas inmediatamente. Pero esto es un gran error. La demora es para nuestro beneficio especial.
Tenemos la oportunidad de ver si nuestra fe es sincera o si es mudable como las olas del mar. Debemos atarnos al altar con las fuertes cuerdas de la fe y el amor, y dejar que la paciencia realice su obra perfecta. La fe se fortalece mediante el ejercicio continuo.