Texto base: Mateo 26:6-13; Marcos 14:3-11; Lucas 7:36-50; Juan 11:55-57; 12:1-11.
Simón de Betania era considerado discípulo de Jesús. Era uno de los pocos fariseos que se habían unido abiertamente a los seguidores de Cristo. Reconocía a Jesús como maestro y esperaba que fuese el Mesías, pero no le había aceptado como Salvador. Su carácter no había sido transformado; sus principios no habían cambiado.
Simón había sido sanado de la lepra, y era esto lo que le había atraído a Jesús. Deseaba manifestar su gratitud, y en ocasión de la última visita de Cristo a Betania ofreció un festín al Salvador y a sus discípulos. Este festín reunió a muchos de los judíos. Había entonces mucha excitación en Jerusalén. Cristo y su misión llamaban la atención más que nunca. Aquellos que habían venido a la fiesta vigilaban estrechamente sus movimientos, y algunos, con ojos inamistosos.
La invitación de Simón
El Salvador había llegado a Betania solamente seis días antes de la Pascua, y de acuerdo con su costumbre había buscado descanso en la casa de Lázaro. Los muchos viajeros que iban hacia la ciudad difundieron las noticias de que él estaba en camino a Jerusalén y pasaría el sábado en Betania. Había gran entusiasmo entre la gente. Muchos se dirigieron a Betania, algunos llevados por la simpatía para con Jesús, y otros por la curiosidad de ver al que había sido resucitado.
Muchos esperaban oír de Lázaro una descripción maravillosa de las escenas de ultratumba. Se sorprendían de que no les dijera nada. Nada tenía él de esta naturaleza que decir. La Inspiración declara: “Los muertos nada saben…. Su amor, y su odio y su envidia, feneció ya”— Eclesiastés 9:5, 6. Pero Lázaro tenía un admirable testimonio que dar respecto a la obra de Cristo. Había sido resucitado con este propósito. Con certeza y poder, declaraba que Jesús era el Hijo de Dios.
Los informes llevados de vuelta a Jerusalén por los que visitaron Betania aumentaban la excitación. El pueblo estaba ansioso de ver y oír a Jesús. Por todas partes se indagaba si Lázaro le acompañaría a Jerusalén, y si el profeta sería coronado rey en ocasión de la Pascua. Mientras se tramaba esto en Jerusalén, Jesús y sus amigos estaban invitados al festín de Simón.
El vaso de ungüento
A un lado del Salvador, estaba sentado a la mesa Simón a quien él había curado de una enfermedad repugnante, y al otro lado Lázaro a quien había resucitado. Marta servía, pero María escuchaba fervientemente cada palabra que salía de los labios de Jesús. En su misericordia, Jesús había perdonado sus pecados, había llamado de la tumba a su amado hermano, y el corazón de María estaba lleno de gratitud. Ella había oído hablar a Jesús de su próxima muerte, y en su profundo amor y tristeza había anhelado honrarle. A costa de gran sacrificio personal, había adquirido un vaso de alabastro de “nardo líquido de mucho precio” para ungir su cuerpo.
Pero muchos declaraban ahora que él estaba a punto de ser coronado rey. Su pena se convirtió en gozo y ansiaba ser la primera en honrar a su Señor. Quebrando el vaso de ungüento, derramó su contenido sobre la cabeza y los pies de Jesús, y llorando postrada le humedecía los pies con sus lágrimas y se los secaba con su larga y flotante cabellera. Había procurado evitar ser observada y sus movimientos podrían haber quedado inadvertidos, pero el ungüento llenó la pieza con su fragancia y delató su acto a todos los presentes.
Judas consideró este acto con gran disgusto. En vez de esperar para oír lo que Jesús dijera sobre el asunto, comenzó a susurrar a sus compañeros más próximos críticas contra Cristo porque toleraba tal desperdicio. Astutamente, hizo sugestiones tendientes a provocar descontento. Ahora el acto de María contrastaba tanto con su egoísmo que él quedaba expuesto a la vergüenza; y de acuerdo con su costumbre trató de dar un motivo digno a su crítica en cuanto a la dádiva de ella. Dirigiéndose a los discípulos, preguntó: “¿Por qué no se ha vendido este ungüento por trescientos dineros, y se dio a los pobres? Mas dijo esto, no por el cuidado que él tenía de los pobres; sino porque era ladrón, y tenía la bolsa, y traía lo que se echaba en ella”. Judas no tenía amor a los pobres. Si el ungüento de María se hubiese vendido y el importe hubiera caído en su poder, los pobres no habrían recibido beneficio.
La fragancia para el Salvador
María oyó las palabras de crítica. Su corazón temblaba en su interior. Temía que su hermana la reprendiera como derrochadora. El Maestro también podía considerarla impróvida. Estaba por ausentarse sin ser elogiada ni excusada, cuando oyó la voz de su Señor: “Dejadla; ¿por qué la fatigáis?” Él vio que estaba turbada y apenada. Sabía que mediante este acto de servicio había expresado su gratitud por el perdón de sus pecados, e impartió alivio a su espíritu. Elevando su voz por encima del murmullo de censuras, dijo: “Buena obra me ha hecho; que siempre tendréis los pobres con vosotros, y cuando quisiereis les podréis hacer bien; mas a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”.
El don fragante que María había pensado prodigar al cuerpo muerto del Salvador, lo derramó sobre él en vida. En el entierro, su dulzura sólo hubiera llenado la tumba, pero ahora llenó su corazón con la seguridad de su fe y amor. José de Arimatea y Nicodemo no ofrecieron su don de amor a Jesús durante su vida. Con lágrimas amargas, trajeron sus costosas especias para su cuerpo rígido e inconsciente. Las mujeres que llevaron substancias aromáticas a la tumba hallaron que su diligencia era vana, porque él había resucitado. Pero María, al derramar su ofrenda sobre el Salvador, mientras él era consciente de su devoción, le ungió para la sepultura. Y cuando él penetró en las tinieblas de su gran prueba, llevó consigo el recuerdo de aquel acto, anticipo del amor que le tributarían para siempre aquellos que redimiera.
Muchos son los que ofrendan sus dones preciosos a los muertos. Cuando están alrededor de su cuerpo frío, silencioso, abundan en palabras de amor. La ternura, el aprecio y la devoción son prodigados al que no ve ni oye. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el espíritu fatigado las necesitaba mucho; cuando el oído podía oír y el corazón sentir, ¡cuán preciosa habría sido su fragancia!
La acción de María
María no conocía el significado pleno de su acto de amor. No podía contestar a sus acusadores. No podía explicar por qué había escogido esa ocasión para ungir a Jesús. El Espíritu Santo había pensado en lugar suyo, y ella había obedecido sus impulsos. La Inspiración no se humilla a dar explicaciones. Una asistencia invisible habla a la mente y al alma, y mueve el corazón a la acción. Es su propia justificación.
Cristo le dijo a María el significado de su acción, y con ello le dio más de lo que había recibido. “Porque echando este ungüento sobre mi cuerpo—dijo él,— para sepultarme lo ha hecho”. De la manera en que el alabastro fue quebrado y se llenó la casa entera con su fragancia, así Cristo había de morir, su cuerpo había de ser quebrantado; pero él había de resucitar de la tumba y la fragancia de su vida llenaría la tierra. “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave”— Efesios 5:2.
“De cierto os digo—declaró Cristo,—que donde quiera que este evangelio fuere predicado en todo el mundo, también será dicho para memoria de ella, lo que ésta ha hecho”. Mirando en lo futuro, el Salvador habló con certeza concerniente a su Evangelio. Iba a predicarse en todo el mundo. Y hasta donde el Evangelio se extendiese, el don de María exhalaría su fragancia y los corazones serían bendecidos por su acción espontánea. Se levantarían y caerían los reinos; los nombres de los monarcas y conquistadores serían olvidados; pero la acción de esta mujer sería inmortalizada en las páginas de la historia sagrada. Hasta que el tiempo no fuera más, aquel vaso de alabastro contaría la historia del abundante amor de Dios para con la especie caída.
La traición de Judas
La acción de María estaba en pronunciado contraste con la que Judas estaba por realizar. ¡Cuán terminante lección pudiera haberle dado Cristo a aquel que había sembrado la semilla de la crítica y los malos pensamientos en la mente de los discípulos! ¡Cuán justamente el acusador pudiera haber sido acusado! Aquel que lee los motivos de cada corazón y entiende toda acción, pudo haber abierto ante los que estaban en la fiesta los capítulos obscuros de la vida de Judas. Podría haber desenmascarado la falsa pretensión sobre la cual el traidor basaba sus palabras; porque en vez de tener simpatía para con los pobres, él les robaba el dinero destinado a aliviarlos.
Podría Cristo haber excitado la indignación contra él porque oprimía a la viuda, al huérfano y al asalariado. Pero si Cristo hubiese desenmascarado a Judas, esto se hubiera considerado como un motivo de la traición. Y aunque acusado de ser ladrón, Judas hubiera ganado simpatía hasta entre los discípulos. El Salvador no le censuró, y así evitó darle una excusa para traicionarle.
Pero la mirada que Jesús dirigió a Judas le convenció de que el Salvador discernía su hipocresía y leía su carácter vil y despreciable. Al elogiar la acción de María, que había sido tan severamente condenada, Cristo había censurado a Judas. Antes de eso, nunca le había hecho el Salvador un reproche directo. Ahora la reprensión había provocado resentimiento en su corazón y resolvió vengarse. De la cena fue directamente al palacio del sumo sacerdote, donde estaba reunido el concilio, y ofreció entregar a Jesús en sus manos.
Los sacerdotes se alegraron mucho. A estos dirigentes de Israel se les había dado el privilegio de recibir a Cristo como su Salvador, sin dinero y sin precio. Pero rechazaron el precioso don que les fue ofrecido con el más tierno espíritu de amor constrictivo. Rehusaron aceptar la salvación que es de más alto valor que el oro, y compraron a su Salvador por treinta piezas de plata.
Judas se había entregado a la avaricia hasta que ésta había subyugado todo buen rasgo de su carácter. Envidiaba la ofrenda hecha a Jesús. Su corazón estaba lleno de celos porque el Salvador había sido objeto de un don digno de los monarcas de la tierra. Por una cantidad muy inferior a la que costaba el vaso de ungüento, entregó a su Señor.
La lección que necesitaban los discípulos
El acto de María era precisamente la lección que necesitaban los discípulos para mostrarles que la expresión de su amor a Cristo le alegraría. Él había sido todo para ellos, y no comprendían que pronto serían privados de su presencia, que pronto no podrían ofrecerle prueba alguna de gratitud por su grande amor. La soledad de Cristo, separado de las cortes celestiales, viviendo la vida de los seres humanos, nunca fue comprendida ni apreciada por sus discípulos como debiera haberlo sido. Él se apenaba a menudo porque sus discípulos nunca le daban lo que hubiera debido recibir de ellos. Sabía que, si hubiesen estado bajo la influencia de los ángeles celestiales que le acompañaban, ellos también hubieran pensado que ninguna ofrenda era de suficiente valor para manifestar el afecto espiritual del corazón.
Su comprensión posterior les dio una verdadera idea de las muchas cosas que hubieran podido hacer para expresar a Jesús el amor y la gratitud de sus corazones, mientras estaban junto a él. Cuando ya no estaba con ellos y se sintieron en verdad como ovejas sin pastor, empezaron a ver cómo hubieran podido hacerle atenciones que hubieran infundido alegría a su corazón. Ya no cargaron de reproches a María, sino a sí mismos. ¡Oh, si hubiesen podido recoger sus censuras, su presentación del pobre como más digno del don que Cristo! Sintieron el reproche agudamente cuando quitaron de la cruz el cuerpo magullado de su Señor.
La misma necesidad es evidente en nuestro mundo hoy. Son pocos los que aprecian todo lo que Cristo es para ellos. Si lo hicieran expresarían el gran amor de María, ofrendarían libremente el ungüento, y no lo considerarían un derroche. Nada tendrían por demasiado costoso para darlo a Cristo, ningún acto de abnegación o sacrificio personal les parecería demasiado grande para soportarlo por amor a él.
El caso de Simón
Simón, el huésped, había sentido la influencia de la crítica de Judas respecto al don de María, y se había sorprendido por la conducta de Jesús. Su orgullo de fariseo se había ofendido. Sabía que muchos de sus huéspedes estaban mirando a Cristo con desconfianza y desagrado. Dijo entre sí: “Este, si fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, que es pecadora”.
Al curarlo a Simón de la lepra, Cristo lo había salvado de una muerte viviente. Pero ahora Simón se preguntaba si el Salvador era profeta. Porque Cristo permitió que esta mujer se acercara a él, porque no la rechazó con indignación como a una persona cuyos pecados eran demasiado grandes para ser perdonados, porque no demostró que comprendía que ella había caído, Simón estaba tentado a pensar que él no era profeta. Jesús no sabe nada en cuanto a esta mujer que es tan liberal en sus demostraciones, pensaba él, de lo contrario no permitiría que le tocase.
Pero era la ignorancia de Simón respecto a Dios y a Cristo lo que le inducía a pensar así. No comprendía que el Hijo de Dios debía actuar como Dios, con compasión, ternura y misericordia. El plan de Simón consistía en no prestar atención al servicio de penitencia de María. El acto de ella, de besar los pies de Cristo y ungirlos con ungüento, era exasperante para su duro corazón. Y pensó que si Cristo era profeta, debería reconocer a los pecadores y rechazarlos.
La sentencia contra sí mismo
A estos pensamientos inexpresados contestó el Salvador: “Simón, una cosa tengo que decirte…. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos de qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de estos le amará más? Y respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel al cual perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado”.
Como Natán con David, Cristo ocultó el objeto de su ataque bajo el velo de una parábola. Cargó a su huésped con la responsabilidad de pronunciar sentencia contra sí mismo. Simón había arrastrado al pecado a la mujer a quien ahora despreciaba. Ella había sido muy perjudicada por él. Por los dos deudores de la parábola estaban representados Simón y la mujer. Jesús no se propuso enseñar qué grado de obligación debían sentir las dos personas, porque cada una tenía una deuda de gratitud que nunca podría pagar. Pero Simón se sentía más justo que María, y Jesús deseaba que viese cuán grande era realmente su culpa. Deseaba mostrarle que su pecado superaba al de María en la medida en que la deuda de quinientos denarios excedía a la de cincuenta.
Simón empezó ahora a verse a sí mismo desde un nuevo punto de vista. Vio cómo era considerada María por quien era más que profeta. Vio que, con penetrante ojo profético, Cristo había leído el corazón de amor y devoción de ella. Sobrecogido de vergüenza, comprendió que estaba en la presencia de uno que era superior a él. “Entré en tu casa—continuó Cristo,—no me diste agua para mis pies”; pero con lágrimas de arrepentimiento, impulsada por el amor, María ha lavado mis pies, y los ha secado con su cabellera. “No me diste beso, mas ésta”, que tú desprecias, “desde que entré, no ha cesado de besar mis pies”. Cristo enumeró las oportunidades que Simón había tenido para mostrar el amor que tenía por su Señor, y su aprecio de lo que había sido hecho en su favor. Claramente, aunque con delicada cortesía, el Salvador aseguró a sus discípulos que su corazón se apena cuando sus hijos dejan de mostrar su gratitud hacia él con palabras y hechos de amor.
Sus muchos pecados son perdonados
El que escudriña el corazón leyó el motivo que impulsó la acción de María, y vio también el espíritu que inspiró las palabras de Simón. “¿Ves esta mujer?” le dijo él. Es una pecadora. “Por lo cual te digo que sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; mas al que se perdona poco, poco ama”. La frialdad y el descuido de Simón para con el Salvador demostraban cuán poco apreciaba la merced que había recibido. Pensaba que honraba a Jesús invitándole a su casa. Pero ahora se vio a sí mismo como era en realidad.
Mientras pensaba estar leyendo a su Huésped, su Huésped estaba leyéndolo a él. Vio cuán verdadero era el juicio de Cristo en cuanto a él. Su religión había sido un manto farisaico. Había despreciado la compasión de Jesús. No le había reconocido como al representante de Dios. Mientras María era una pecadora perdonada, él era un pecador no perdonado. La severa norma de justicia que había deseado aplicar contra María le condenaba a él.
Simón fue conmovido por la bondad de Jesús al no censurarle abiertamente delante de los huéspedes. Él no había sido tratado como deseaba que María lo fuese. Vio que Jesús no quiso exponer a otros su culpa, sino que, por una correcta exposición del caso, trató de convencer su mente, y subyugar su corazón manifestando benevolencia. Una denuncia severa hubiera endurecido el corazón de Simón contra el arrepentimiento, pero una paciente admonición le convenció de su error. Vio la magnitud de la deuda que tenía para con su Señor. Su orgullo fue humillado, se arrepintió, y el orgulloso fariseo llegó a ser un humilde y abnegado discípulo.
María había sido considerada como una gran pecadora, pero Cristo conocía las circunstancias que habían formado su vida. Él hubiera podido extinguir toda chispa de esperanza en su alma, pero no lo hizo. Era él quien la había librado de la desesperación y la ruina. Siete veces ella había oído la reprensión que Cristo hiciera a los demonios que dirigían su corazón y mente. Había oído su intenso clamor al Padre en su favor. Sabía cuán ofensivo es el pecado para su inmaculada pureza, y con su poder ella había vencido.
Las circunstancias que rodean a cada alma
Cuando a la vista humana su caso parecía desesperado, Cristo vi en María aptitudes para lo bueno. Vi los rasgos mejores de su carácter. El plan de la redención ha investido a la humanidad con grandes posibilidades, y en María estas posibilidades debían realizarse. Por su gracia, ella llegó a ser participante de la naturaleza divina. Aquella que había caído, y cuya mente había sido habitación de demonios, fue puesta en estrecho compañerismo y ministerio con el Salvador. Fue María la que se sentaba a sus pies y aprendía de él. Fue María la que derramó sobre su cabeza el precioso ungüento, y bañó sus pies con sus lágrimas. María estuvo junto a la cruz y le siguió hasta el sepulcro. María fue la primera en ir a la tumba después de su resurrección. Fue María la primera que proclamó al Salvador resucitado.
Jesús conoce las circunstancias que rodean a cada alma. Tú puedes decir: Soy pecador, muy pecador. Puedes serlo; pero cuanto peor seas, tanto más necesitas a Jesús. Él no se aparta de ninguno que llora contrito. No dice a nadie todo lo que podría revelar, pero ordena a toda alma temblorosa que cobre aliento. Perdonará libremente a todo aquel que acuda a él en busca de perdón y restauración.
Cristo podría encargar a los ángeles del cielo que derramen las redomas de su ira sobre nuestro mundo, para destruir a aquellos que están llenos de odio contra Dios. Podría limpiar este negro borrón de su universo. Pero no lo hace. Él está ahora junto al altar del incienso presentando las oraciones de aquellos que desean su ayuda.
A las almas que se vuelven a él en procura de refugio, Jesús las eleva por encima de las acusaciones y contiendas de las lenguas. Ningún hombre ni ángel malo puede acusar a estas almas. Cristo las une a su propia naturaleza divino-humana. Ellas están de pie junto al gran Expiador del pecado, en la luz que procede del trono de Dios. “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”—Romanos 8:33, 34.